Néstor Sánchez era Messi: jugaba a otra
cosa. Tengo para mí que, cuando ya nadie sepa quién era Messi, va a seguir
habiendo uno que otro lector extasiado de Sánchez.
Messi duerme exquisito un pelotazo y
arranca electrizado a pura gambeta indescifrable. ¿Qué quiere decir esa
sintaxis de gambetas?
John Coltrane agarra una melodía, la
desarma, la frota meticulosamente, le saca brillos deslumbrantes y hace
aparecer al genio. ¿Qué quiere decir ese fraseo incandescente?
Nadie se hace esas preguntas. Nadie se
plantea entender esas cosas, el placer estético que le causan un ritmo o una
música.
Desde que empecé a regalar ejemplares de Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua comprados entre saldos de Seix Barral en una
librería de calle, creo, Talcahuano entre Corrientes y Lavalle a fines de los
ochenta, no cesan de sorprenderme cada tanto confesiones de incomprensión, declaraciones
de oscuridad y hermetismo. ¿Qué hay que entender?
Tengo un amigo traductor al que no le gusta
el jazz por lo que no tiene de melodía. Otro amigo escritor al que no le gusta
por lo que no tiene de estructura formal. Simplifico, pero algo de eso hay. En
ambos casos, no les gusta por lo que no es, no por lo que es. No les gustan las
peras porque no brotan del olmo.
Tengo otro amigo, estadounidense (quiso
conocerme por mi traducción de Gatsby),
al que le gusta y frecuenta mucho el jazz. Tiene oído finísimo para la
literatura de su agrado, pero rechaza prácticamente en bloque lo que en inglés
se llama modernismo, lo que trajeron las vanguardias desde principios del siglo
XX; por ejemplo, James Joyce o
Virginia Woolf, por citar a dos autores a los que estuve traduciendo mientras intercambiaba
con él sobre el asunto. No cesa de asombrarme, le digo hasta el cansancio como
a la pared, su oído cerrado en literatura a lo mismo que aplaude a rabiar en el
jazz.
“... Siberia
blues... no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha
existido nunca al jazz”, dice Enrique Vila-Matas, un tipo con oreja. Una
autoridad. Un tipo de renombre. Extranjero. Internacional. Hay que escucharlo.
Y ahí termina todo viso de ironía, no dirigido a él, en cualquier caso. Al
contrario. Es del palo. Y dice que empezó a escribir después de leer a Sánchez.
Todo un principio.
Cuando a mediados de los noventa propuse en
un par de editoriales grandes que publicaran Cómico, hasta ese entonces nunca publicada en Argentina, sólo
conseguí que en una de ellas le dieran a Néstor la changuita de escribir unos informes
de lectura.
¿Qué es lo jazz de Siberia? Néstor se preparaba pacientemente, amorosamente. Leía
poesía en voz alta con amistades poéticas a principios de los sesenta. La
poesía no me ha sido dada, solía decir después en cierta vena. Arrancó por la
narrativa, entonces. Pero con espíritu poeta. Las historias se cuentan por
teléfono.
(Circulaba, parece, entre amigos y afines
sesentistas. Mi tía de esa de-generación me invita en los ochenta a un almuerzo
de reencuentro con gente de su juventud, entre ellos el poeta José Peroni, a
quien había encontrado taxista. Otro de los presentes, antiguo marido de mi
tía, cuenta anécdota. En un bar, Peroni le pregunta a algún secuaz, demasiado
locuaz, por qué escribía poemas. Por ejemplo, cuando quiero decirle a una chica
que la quiero... Pero eso podés decírselo por teléfono, irrumpió Peroni, dice
el ex marido. Así vuelan las anécdotas de protagonista en protagonista.)
Para Néstor las historias son el opio de
los lectores. Su entrega en la escritura es absoluta. Quiere idéntica entrega
del lector. La historia es pasatiempo, él quiere alma. Literatura religiosa, a
su manera. Comunión. Elevación del espíritu. Penetración en lo profundo del
espíritu.
Coleccionaba notas, coleccionaba palabras.
Ésa era siempre su recomendación: cuaderno de notas. Como coleccionaba un
Charlie Parker melodías. Escuchadas por ahí, imaginadas por allá. Melodías
porteñas en Néstor. De la Siberia infanto-juvenil, de los poemas leídos en voz
alta, de los bailes en tango, del hipódromo. Epifanías Joyce en clave Sánchez. Llegado
el momento, preparaba el “estado de gracia” (lo cito), el estado de escritura. Ceremonias,
ritos. El mate, cierta música en el wincofón (alguna vez me sugirió el Stabat mater de Pergolesi). Entonces se
sentaba ante la máquina de escribir como sus referentes Charlie Parker o John
Coltrane se colgaban el saxo. Y se dejaba fluir, como ellos por las suyas, por
esas melodías cultivadas amorosamente. Se terminó la historia. Es música. “Lo
más parecido que ha existido nunca al jazz”. Nada más que entender.
No es, claro, que no haya ninguna historia. Si hay narración, y
eso creo que nadie se pondría a discutirlo, no puede no haber ninguna historia.
Lo que no hay es historia como hilo conductor. Un nace-crece-se
desarrolla-muere, o introducción-nudo-desenlace. El cuentito. No. No hay
historia protagonista. Hay otras conexiones y encadenamientos no explicables
por teléfono. Un hecho estético en sí mismo. No se puede silbar todo un
Coltrane. Hay que entregarse a escuchar.
Néstor lo llamaba novela poemática. No sé
por qué pero nunca me sonó muy de mi gusto esa palabra, poemática. En alguien
que inventó tantas palabras orgásmicas. Entiendo que se entiende más o menos y
no había mucha opción. Novela poética está gastada hasta el cansancio. Si había
que ponerle otro nombre, ahí está. Da idea. Mientras no sirva para comodidades
académicas de etiqueta y archivo. No lecturas.
Cuando Cortázar, otro tipo con oreja y jazz,
le dice, me cuenta Néstor (hace años lo conté en una entrevista y circula), le
dice, caminando quizá por los Jardines de Luxemburgo, “vos llegaste más lejos”,
le dice eso: Néstor llegó a música. La cumbre de la lengua porteña.
“Demencia: / el camino más alto y más
desierto”. Así empieza el primer poema del primer libro de Jacobo Fijman. Curioso
título, dicho sea de paso, el de ese primer poema: “Canto del cisne”. Anuncio
de un silencio final cuando apenas se empieza a decir algo. Pero cantando.
Cantando como el cisne, que canta solamente en ese mito del momento que precede
a la muerte.
Néstor tomó desde principio a fin el camino
más alto y más desierto. Ahí no puede haber demencia estricta: la demencia a la
corta o a la larga no articula, se desarticula. Él tal vez haya sido siempre
fronterizo. Tal vez no haya podido nunca articular esa muerte del padre cuando
él era apenas púber.
Eres el sótano oscuro
con piso de tierra
donde ha entrado una vez
descalzo el niño
y lo recuerda siempre.
Estrofita de Pavese que le escuché citar más
de una vez así, traducción suya, supongo, de memoria (hay una mezcla de él en
el primer verso, pone “oscuro” de la estrofa siguiente: Sei
la camera buia, en vez de “cerrado” que va ahí: Sei
la cantina chiusa).
Lo conocí en sus últimos arrebatos de
furor, regados de cerveza y ginebra encendedoras
de mejillas y ojos y algún resto de pasión. Principios del ’88; principios de
marzo, creo. Me invitó Liliana Heer (nunca dejaré de agradecérselo) al bar de
Diagonal Norte, al lado del cine Arte (no sé si funcionaba en esa época). Todo
ese año los miércoles; aunque en mi recuerdo se prolonga en duración. En medio
del camino nos mudamos a la vereda de enfrente; o acaso ahí prolongamos con
irregularidad otro año, otros años. Presidía emérito Juan Jacobo Bajarlía, a
metros de su estudio de abogado, en cuyo sillón, me mostró alguna vez, había
tenido encuentros cercanos con la joven Alejandra Pizarnik, hasta que ella se
le apareció con valija de mudarse y la mandó a mudar. Comoquiera que haya sido,
el Bajarlía abogado patrocinó al Néstor sin un mango en el reclamo a
Sudamericana de derechos de autor nunca percibidos por Orsinis (aparecido con Néstor en Iowa y nunca más volvió, hasta ese
momento). Terminó en acuerdo de no pago a cambio de publicar La condición efímera, lanzada ese año
’88 a la calle sin apoyo de prensa y con las puertas editoriales cerradas a
perpetuidad para el autor y su abogado poeta y ensayista de vanguardia (dicho
esto último luego por este último). Oh dios dólar. Me resuena una reseña
lamentable de Jorge Masciangioli en La
Nación, rebosante de rencor y sordera (meses después de morir Néstor,
Masciangioli fue a reunirse con él en la Chacarita, ironías del destino tan
temido). Cosa ajena a mis usos y costumbres, intenté hacer lobby para que le
dieran ese año el Premio Boris Vian. Liliana Heer estaba en el jurado (la había
conocido el año anterior cuando se lo entregaron a Néstor Perlongher por Alambres) y era un voto bien dispuesto,
calculo. Bajarlía me figuro que también. Tal vez alguno de ellos fuera cómplice
en mi intento. Visité a Nicolás Rosa, otro jurado. Me recibió cortés en
calzoncillos con aire de pantalones cortos, en tiempos en que todo el mundo
usaba slip. No recuerdo gran cosa de la charla. El premio se lo dieron a Tununa
Mercado por Canon de alcoba. No puedo
opinar al respecto porque no lo leí. Muchos años después leí otro de ella y me
gustó.
Otros miembros de la mesa, a quienes
conocía previamente de nombre. Luis Thonis. De él había oído hablar, con
simpatía por sus singularidades, a Enrique Blanchard en su taller literario, al
que asistí un par de años a mediados de los ochenta. Carlos Riccardo. Por historia
de sus búsquedas personales, el de oído más curioso a la experiencia Gurdjieff.
Gracias a eso tenemos para agradecerle el libro de conversaciones que grabó con
Néstor. A veces veíamos un rato también a Hugo Savino, a quien sobre todo Luis
Thonis mencionaba a menudo. Hugo venía a encontrarse antes con Néstor, que
aprovechaba el largo viaje desde Villa Pueyrredón para hacer doblete de
encuentros céntricos: un rato con Hugo y después nosotros.
Antes de conocer a Néstor yo sólo había
leído Nosotros dos. Un compañero del
taller Blanchard, Alejandro Palermo, por entonces estudiante de Letras, contó
algo así como que Beatriz Sarlo lo había dado o mencionado en la facultad. Acaso
mi memoria no sea del todo fidedigna, pero algo de eso hubo. Poco después, allá
por el ’86, de recorrida por librerías de Corrientes, encontré y compré un Nosotros dos en edición de Seix Barral
con elogio de Cortázar en la contratapa. Lo leí en enero del ’87 recostado
contra alguna conífera del Parque Nacional Los Alerces. Tenía veintiséis años y
medio. Me pareció un Cortázar mejorado. Menos historieta y demagogia, más
escritura. Eso está desde el principio, más allá de que fuera después
quintaesenciándose. (No sé decir del libro de cuentos inicial que él prefirió
esconder debajo de la alfombra por “demasiado pavesiano” y jamás leí ni vi.) Precisamente
eso que está desde el principio y después se quintaesencia es lo que había
reconocido, según me contaría después Néstor, el propio Cortázar con oreja
generosa: no abundan esos ejemplos de grandeza.
Un año después lo conocí en persona, por
generosidad de Liliana Heer. Ese mismo año todos en la mesa nos pasábamos datos
de hallazgos de sus libros, que rebuscábamos por la zona. Un amigo mío de esos
tiempos que trabajaba en la librería El Lorraine de avenida Corrientes, Gustavo
Romero Borri, me avisó que habían encontrado en el sótano y depósito de la
librería ejemplares de Orsinis en
edición príncipe de Sudamericana. Los compramos todos, poco a poco. Durante ese
año ’88 leí entonces, en orden cronológico, Siberia,
Orsinis, Cómico y el recién aparecido La
condición efímera. Nosotros dos
era jazz sobre melodías de tango. Siberia,
jazz lanzado a melodías barriales menos reconocibles, quizá más personales. La
apuesta subía.
Mi experiencia más fuerte de lectura, en
ese paso entre mis veintisiete y veintiocho años, fue Orsinis. Era como un electroshock, no podía soportar mucha lectura
de corrido. A las dos o tres páginas debía suspender, bajar a tierra, tomar
aire, no podía sostener la intensidad. Como buen joven, me fascinó lo más
radical de la experiencia literaria Sánchez. Lo más experimental, diría la
etiqueta, hoy quizá condenatoria. Porque la sociedad entre mercado y facultad y
prensa, necesitada de masividad, impone historia hace rato. Otra “dictadura del
gusto” (Raschella en Innombrable, 1986).
Un escritor y editor que confesaba inveterada admiración por Sánchez me dijo
alguna vez que el tiempo lo había derrotado, que sus exploraciones eran cosa de
otra época. No le falta razón. Hoy parece interesar mucho más la historia
Sánchez que la escritura Sánchez desatenta a las historias. Tenía que morirse,
hay tantos casos.
Después de Orsinis, Cómico me
pareció en aquel entonces retroceso, un camino de vuelta hacia cierta
legibilidad. En cierto modo, prenunciaba fin. Claro, todos somos profetas del
pasado. Pero Néstor había hecho cumbre, no tenía camino más arriba y era
demasiado grande de alma para aceptarse en el descenso o la repetición, que
vienen a ser lo mismo. La condición
efímera es diversa, despareja. Hay para gustos. Yo me quedé con, según el
propio Néstor, la evocación de Juanele en “Adagio...”. Pero tiene su peso el
“Diario de Manhattan”, de lo más masticable que haya escrito Néstor (digerirlo
es otra cosa). Los que no puedan soportar no historias, pueden ir ahí y salir
diciendo que leyeron su Sánchez. No es cuentito, pero está impregnado de varias
realidades del entorno y el interno.
La especie humana no soporta demasiada
realidad, escribió el tío Tom Eliot; en los Cuatro
cuartetos, de donde viene también el all is always now o todo es siempre ahora de Orsinis.
“Prufrock”, novela poemática a su modo, poema novelesco, era una obra de cabecera
para Néstor, que abominaba joven aquellos poemas rimados de Borges recurrentes en
el suplemento La Nación. Curioso
poema “Prufrock”, de un jovencito que se proyecta viejo. En el ’99 traduje un
“Prufrock” sin rima, como el que él manejaba. Pero con los años cambié de
parecer: la rima cumple ahí una función nada menor; acometí una nueva
traducción rimada. Me gustaría hablar de eso con Néstor. Quizás admitiría mi
planteo: no se trata de rima sonsonete, mecánica, sino de rima irónica y
caprichosa, “experimental”.
Acabo de caer en una cuenta que me mueve la
silla debajo del culo (con perdón de Néstor: nos dijo alguna vez en el bar de
Chacarita que hay que escribir como se habla con la psicoanalista, esto es,
según él, sin palabras indecorosas, digamos; pero yo, contesté, le digo a mi
analista pija, paja, y él se quedó mirando patitieso): cuando lo conocí, a
principios del ’88, Néstor acababa de cumplir cincuenta y tres (el 7 de
febrero), los mismos que estoy cerca de cumplir cuando escribo esto, fines de
abril de 2013. Atenuante: él me llevaba veinticinco pirulos y a cualquier jovencito
de diecipico o veintipico un tipo de cincuenta y tantos le pinta medio a viejo.
Pero incluso con esa salvedad, cuánto mayor parecía Néstor, qué castigado de
trajín su cuerpo. Como aumentado por una lente Prufrock.
Desde su regreso, vivió en la casa de la
infancia y de la muerte. “Cabezón 2915”, como tituló Mariano Fiszman su
extraordinaria historia Néstor, a la larga confluyente con la mía. Vivía con la
madre, de la jubilación de la madre, que rondaba los ochenta años cuando lo
conocí.
Buscaba trabajo. Un escritor inmenso que ya
no escribe, ya no puede escribir. Que muchos años antes había decidido no
escribir ya más, además. Cuántos intentos de inútiles impulsos. Liliana incluso
acometió un a cuatro manos con él. Pero un albatros Baudelaire, desvalido ante
el más sencillo trámite.
Ilustro. Fue a pedirle trabajo a Tomás Eloy
Martínez, con quien en los sesenta había trabajado en Primera plana. Revista de la que fue tapa Néstor Sánchez como fue
tapa García Márquez (prendió por historia, ¿no?) y otros que asomaban por ahí. Tomás
Eloy le dijo que se presentara a beca Guggenheim. Lo instruyó a apadrinarse
para el caso. Y fueron: Enrique Pezzoni (a quien conocía de Sudamericana),
Augusto Roa Bastos (Néstor trajo a un encuentro de bar la copia de la carta
padrina que le había enviado el propio Roa: que, si bien nunca lo había leído,
por las referencias recibidas antaño de Cortázar se sentía humildemente honrado
de ser él quien apadrinara a tan gran escritor) y Silvia Molloy (a quien
conociera en tiempos de París). Ese año ganó Alberto Laiseca. (Según don
google, fue en el ’93. ¿Hasta tan lejos se prolongaron encuentros esporádicos
en bar Diagonal? ¿Tendré imágenes mezcladas?) Pero iba al trámite. Había que
mandar paquete con papeles y ejemplares a Nueva York por correo privado. Lo
acompañé de secretario o cadete, porque daba ternura verlo tan desvalido para
ese acto común de vida práctica. Años más tarde Mariano le consiguió una computadora.
Intentó en vano enseñarle a usarla. Una tarde en Cabezón lo intenté yo:
imposible hacerlo aceptar que la máquina pasara por sí sola al renglón
siguiente sin un golpe de inexistente palanca.
Qué impotencia ante su busca de trabajo. Cuento
sin gran detalle sólo algunas de estas minucias –que siempre los amigos hemos
preferido mantener en reserva en honor a la inmensa dignidad de Néstor aun desde
el fondo del barro– porque de pronto no me parece tan mal recordarle al mundo cómo
trata a algunos de sus habitantes de excepción mientras viven y con qué
facilidad los mitifica cuando ya muertos no pueden demasiado perturbar. Nada
que nadie sepa, claro. Van Gogh habría vivido toda una vida sin carencias
materiales si hubiera vendido un solo cuadro al uno por ciento de lo que lo
pagan hoy. Lugar común. Pero dan ganas de testimoniarlo cuando uno lo ha vivido
tan de cerca. En aquel momento, Liliana tenía una respuesta muy simpática a
esos pedidos nestorianos: si yo fuera Evita, vos serías director del casino. Y a
él se le encendían de sonrisa los ojos de perro cansado. (Ya no estás debajo de
la mesa, citaba alguna vez, agregando en mi recuerdo ese “ya” a un verso de
Juanele sobre su perro muerto.)
Jean-Jacques, como llamábamos a Bajarlía,
seguramente le habrá conseguido algún centavo de Sudamericana por La condición. Liliana le consiguió
jurado de concurso (Messi de alcanzapelotas).
Lo imagino leyendo en diagonal y rechazando todos, como contó que había hecho
con cuanto libro de narrativa latinoamericana le dieron a informar en Gallimard
durante su temporada en el París. Germán García le había dado espacio para un
taller literario. Tengo vaga idea de que no pudo sostenerlo. Yo temerario venía
coordinando uno en la Asociación Bancaria. Trabajaba en el Banco Central y creí
ver ahí una posible salida laboral más afín: doble error, en mi caso. Mi mayor
mérito como tallerero fue sin duda pasarle
a Néstor la posta de los últimos cuatro o cinco sobrevivientes, más un par de
amigas de otros pozos. A una de ellas, Mónica Volonteri, recuerdo que le dije
una noche mientras caminábamos por la arbolada Pedro Goyena a la salida de Puán,
donde éramos compañeros de griego antiguo: no te va a alcanzar la vida para
agradecérmelo. En la casa de la otra, Victoria Morana, se hacían las reuniones,
primero cerca del Hospital Tornú, después al costado de la Chacarita, desde donde
mira ahora lo que reste de cuerpo nestoriano. Por relaciones tales supe cuáles
textos leían con él: “Prufrock”, el joven viejo; Giacomo Joyce, un solicitante descolocado, hombre mayor de
jovencita; “Kadish”, largo aullido de
Ginsberg por la madre muerta. Todas narraciones poemáticas o poemas narrativos
relacionados con la vejez o la muerte, dos caras que se miran de cerca. De casi
todo ese grupo de taller hay testimonios en visiones
de néstor sánchez, el blog que armó
Mariano cuando nos cansamos de convocar a libro.
En aquel mismo año ’88 conocí a Quique
Fogwill. Mi tía sesentista, Marta Ingberg, lo veía en la Facultad de Psicología,
donde ambos daban clases, y quiso llevarle un ejemplar de un libro mío recién
aparecido. Él, fiel a su estilo, lo bajó de un plumazo sin abrirlo. Después
abrió, leyó un poco, se acercó y le dijo: che, no está mal, decíle que me llame.
Yo no había leído nada de él, pero tenía un vago eco de que había armado algún
escandalete con un premio Coca-Cola después de ganarlo, y sabía que había
publicado poesía de los dos Lamborghini y Austria-Hungría
de Perlongher. A partir de ahí leí varios de sus primeros libros, incluso uno
de los dos de poemas que publicó en el mismo sello que los Lamborghini y
Perlongher y que me regaló a regañadientes, porque los sabía olvidables. En
cambio entre los cuentos y novelas cortas de Ejércitos imaginarios, Música
japonesa y Pájaros de la cabeza
encontré algunos bastante buenos. Quique era un tipo inteligentísimo y
filosísimo. Siempre me pareció que su inteligencia era superior a su talento, y
que él lo sabía. Tal vez de ahí viniera ese ejercicio constante del filo en los
otros. Había que aguantarlo. Eso justamente me estimulaba de algún modo. Lo
visitaba cada veinte o treinta días en su departamento de Arenales, medio en
ruinas, como él, todavía con resabios de cárcel, bastante recluido. Con el
tiempo fueron agotándose los filos de la charla y espaciándose los encuentros
hasta la extinción. Poco después él fue empezando a retomar protagonismo
público, un terreno donde no me siento cómodo, sobre todo cuando viene del afán
de ocupar espacio antes que del efecto de una obra. No desconozco que él tenía
obra, pero tampoco que esa obra no habría atraído sobre él tanta atención de no
haber sido por sus talentos desarrollados en el ejercicio de la publicidad. Puedo
equivocarme, porque no leí nada de lo que él escribió y publicó después de
aquellos tiempos de claustro, pero por lo que he oído me parece que no. Como
toda una vida no alcanza para leer ni el uno por ciento de lo que uno querría,
los prejuicios cumplen una función selectiva necesaria. En cualquier caso, celebro
el perfil alto en una obra, como en Néstor, no en el salir a cuchillazos
públicos para pelearle la quintita a otro, por ejemplo. Vidas paralelas:
mientras Néstor vagaba en el limbo de la inanición en descenso hacia el
infierno, Quique subía a las marquesinas. Hace años que no leo casi suplementos.
Mayormente me aburren. Me resultan más ocupaciones de espacios que sustancia
para llenarlos. Soy un retirado de ese terreno. Sólo de tanto en tanto ojeo
alguno. Rara vez me dan ganas de leer algo entero. El mayor interés que les
encuentro se parece al de escuchar informativos radiales o ver los títulos de
canales de noticias: tener una vaga idea de los asuntos que circulan por los
primeros planos de las ocupaciones de espacios, un recorte de algunas cosas que
por uno u otro motivo adquieren notoriedad más o menos pasajera (la literatura
es noticia que permanece noticia, decía el tío Ezra Pound). En alguna de esas
ojeadas pesqué hace un tiempo que alguien joven, cuyo nombre no sabía ni
recuerdo, extrañaba al cuchillero Fogwill. No extrañaba su obra, su escritura,
sino su filo cuchillero. No sin cierta razón: al menos él sabía sacudir un poco
el tedio del vacío reparto de espacios vacíos. Ahora bien, mientras Quique
ascendía así en protagonismo, un escritor tan superior a él como Néstor
languidecía en la relegación. Con el tiempo, imagino, sin embargo, quedarán en
el olvido los floreos cuchilleros periodísticos de Quique y las obras de uno y
otro ocuparán el espacio que les corresponda por su propio peso. En fin, toda
esta digresión, no tan ajena al meollo del asunto, nació porque quería contar
que en mis tiempos de encuentros quiquenses
le presté las novelas de Néstor, porque le había despertado interés con mis loas
y entusiasmos, y él me las devolvió diciendo: no es para mí.
En aquella época Diagonal, había en Néstor,
dije, todavía ciertos arrebatos de furor:
en latín, furor, pasión, entusiasmo, delirio, inspiración, locura. Ahora, loco
de encerrar jamás me tocó verlo. Todo lo contrario. El mundo entero a su
alrededor parecía más digno de encierro y él afuera. A veces, sí, en aquellas
nochecitas de cerveza y ginebra (él las dos mezcladas), hablaba de tercera
dentición (se acomodaba incómodo postiza dentadura), hablaba de vivir
trescientos años, como esperanzas todavía con visos de reales. Habló incluso de
una “mesa de los diez”, que en su idea podíamos acaso llegar a conformar (y
nunca supe muy bien a qué apuntaba). Algo de eso se trasluce en el cuerpo de su
dedicatoria a mi ejemplar de condición
efímera: “Para Pablo, como si la palabra destino –en la carne tan transitoria–
fuese eficaz”. Algo de eso hay en el
episodio evocado o invocado en el solo testimonio que pude vomitar, más que
articular, en su momento para el visiones
de néstor sánchez.
Necesaria una mínima digresión a mí. Judío
nacido en pueblo chico sin judíos además, entre idas y vueltas he sido casi
siempre mezcla rara de agnosceta y de
ni-ni. Idea de algo complejisimisimísimo
(sufijación superlativa Néstor: ¿en qué otra lengua puede hacerse?, decía picaresco)
que excede para siempre nuestra posible comprensión. Inútil intentar cruzar esa
frontera, aunque comprensible intento humano de cruzarla. Algo de eso hay en
religiones y prácticas afines, exotéricas y esotéricas. Algo de eso hay,
también, en la literatura. En alguna, al menos, de la que no me siento separado
por un límite infranqueable, como el que sí siento a la corta o a la larga con exoterismos y esoterismos. Da para largo, el
resumen corta brazos, alas, pelos, vuelos. Valga de atisbo. En muchacho de
veintisiete a veintiocho.
Por supuesto surgía el nombre Gurdjieff. A
mí me despertaba un interés como todo saber y aventurarse humanos. También cierto
interés literario: había libros. Pero tanto no habrá sido el interés porque no
leí ninguno. Había algo de ese límite infranqueable. Hay algo interno, visceral
en mí que no puede tragar ni mucho menos digerir al Gurdjieff general y al
Gurdjieff Néstor. No pude entonces ni puedo ahora conectarme bien. Una
incapacidad, si se quiere. Ahora, ¿fue Gurdjieff demencia en Néstor? Se me
ocurre que demencia no se contagia ni se inocula. Fronterizo era Néstor,
seguramente antes y después de Gurdjieff, sensibilidad en carne viva. A la
larga ahogada en pastillas. Pero eso es otro capítulo. Gurdjieff participó sin
duda del escribir y del dejar de escribir en Néstor. Sea como haya sido o sea o
fuere, en definitiva no lo siento demasiado relevante para mí en lo personal,
ni como amigo en lealtad ajena a explicaciones ni, más perdurable y exotérica
aunque íntimamente, como lector.
Otra breve digresión a mí. En el ’89 empecé
cuaderno de notas. Venía de separación y frutilla de torta con una historieta
pasional intensa y destructora. Lo empecé dándole incluso un nombre: Diario de un misógino. Qué buen título,
dijo Néstor (lo veo decirlo en bar de Diagonal enfrente). Y así se llamó, con
una carga autoirónica que pasó bastante inadvertida en el mundo literal, la
quizá novela que escribí en ’95 y salió en ’99. Un Héctor Suárez por ahí toma
prestado de él.
Interregno entre bares. Cuando se diluyó el
bar Diagonal y hasta mediados de los noventa, lo llamaba por teléfono una o dos
veces al mes y cada tanto había un encuentro. Cierro los ojos y lo veo esperarme
en placita diagonal cercana a Cabezón cuando bajo del 111 ex 90 hoy 168 ex ex. Veo otra vez a la madre abrir la puerta en
Cabezón y llamar: Néstooor, llegó Pablo.
Nos veo caminar hasta el bar de avenida Mosconi y a él tomarse a media tarde un
vaso o dos martona grande (así se los
llamaba al menos en mi pueblo de niñez) de tinto común, acaso con un chorro de
soda, saludado por los parroquianos. Lo veo una tarde en el bar de Forest y
Lacroze en que me escribe en un papel: “Stabat
mater: Pergolesi”. En el mismo papel en que acababa de escribirme, porque
nos molestaba en el charlar la música curiosamente llamada funcional (¿funcional
a qué?), en tiempos en que todavía los bares no tenían todos uno o más
televisores: “Para Pablo; escrito en un cuaderno leve, en la ciudad de Los
Ángeles, en un coffee-shop con musiquita funcional ininteligible,
pero por momentos conminatoria en bobo rojo: ‘Suena, suena y no dejes de sonar,
vieja musiquita. Algún día voy a hincarte el diente en todas las viejas
musiquitas, vieja musiquita’”. (Bobo rojo era en su jerga personal el corazón.)
Encontré ese papelito hace poco, buscando viejas cartas de Leónidas Lamborghini
exiliado en México. A lápiz de mi puño y letra leo en el reverso: ¿1989?
Pensaría que fue más adelante, pero más adelante es difícil imaginarlo en ese
arranque locuaz. Desde que yo lo conocí, lo sentí siempre en cierto modo piedra
Sísifo: necesidad de uno de poner el hombro y empujar, pero, mera ilusión,
vuelve a caer. Poco a poco fue haciéndose (eso es de él: pronombre enclítico a
su puesto final, decía; no “se fue haciendo”), poco a poco fue haciéndose más ilevantable la piedra. Un error, seguramente, de
mi parte, pero que arroje la primera piedra el que no tenga dentro ese pequeño
redentor iluso.
Néstor era siempre tan discreto, tan digno.
Jamás lo vi en una agachada. Miseria del bolsillo sí, del alma nunca. Un noble,
en todos los sentidos de la palabra. Sabía en secreto que había hecho cumbre y
no necesitaba pelearle la quintita a nadie. No sé decir muy bien en otra época.
Anécdotas lo pintan bravo, de piñas y cachetadas dar incluso. Pero no lo
imagino peleando por quintitas, ni mucho menos con miseria humana y malas
artes, sino más bien gritando su camino más alto y más desierto.
En sus días de Barcelona, nos contó alguna
vez en algún bar, cuando se debatía si él entraba o no en el boom... Momento, ¿Néstor boom? Verdad que hay bibliografía de esa
época donde lo ubican entre lo más destacado de lo nuevo latinoamericano. Junto
con un Sarduy, cada vez menos recordado. O con un Puig. Pero Puig, como García
Márquez, Vargas Llosa, nunca se salieron del carril de la historia. El carril
que se quedó con el mercado. Como sea, en Barcelona invitan a Néstor a una
charla o algo así de Vargas Llosa, que, oh tiempos, proclama y declama la idea
del escritor comprometido... Hay que reconocerle el buen olfato al tipo: por
ese entonces dominaba el mercado una ola izquierdosa. Hoy una ola derechosa.
Por lo tanto, él siempre siguió fiel al compromiso. El que cambió de izquierda
a derecha fue el mercado. En fin, allá le piden opinión a Néstor, el joven que
asoma la cabeza en las alturas. Y él dice que son paparruchadas. Y queda
excluido automáticamente del mercado boom.
Creo, de todas maneras, que su exigencia de un lector comprometido, entregado en cuerpo y alma a la lectura sin
bastones ni cochecitos ni andadores de historia y olas a la izquierda o la
derecha según orientaciones de mercado o de partido (que en ocasiones miran
para el mismo lado), todo eso lo excluía del boom desde el vamos, hacía de veras estallar el boom. En cualquier caso, no dijo aquello
para pelearle al Vargas la quintita o la quintota;
dijo lo que pensaba desde hacía rato y por lo que peleaba hacía rato y desde
dentro de sí, y hasta lo habría puesto a piñas desde siempre que se diera la
ocasión; dijo en resumidas cuentas (conector de su colección) lo que necesitaba
decir desde el fondo de sus convicciones, y eso no sólo no le ganó ningún espacio
sino que se lo quitó, si no para siempre, al menos para siempre en vida suya.
A mí no me ha gustado nunca mucho
preguntar. Me parece la espada y la pared. Me encanta, en cambio, que me
cuenten porque gané confianza. Ésa es mi inclinación general y no fue Néstor excepción.
El asunto es que a su discreción constitutiva en cuanto a intimidades y
miserias fue sumándose el silencio apastillado. No sé muy bien cuándo empezó a
tratarse de pastilla firme. Seguramente así salió de los pozos más profundos y
no hubo más colinas de furores momentáneos. Un encefalograma que tiende a línea
recta. Hablaba así cada vez menos. Sísifo ya ni empujaba la piedra, se quedaba
sentado todo el día. Por teléfono o en persona, uno tendía a hablar nervioso
para ocupar silencio.
De suicidio hablaba a veces como anhelo
posible y no valor de ejecutarlo. No era nueva inquietud (en alguien tan
marcado de movida por Pavese). Corazón del primer párrafo de Nosotros dos:
Me asomé, tuve el mismo miedo de siempre a la
altura, el mismo desasosiego ante la posibilidad y tentarme.
Y en el otro extremo de la obra, “Diario de
Manhattan”, Pavese todavía presente, maestro de sinceridad irremisible y fin
suicida:
De modo que decía el pobre Cesare durante aquellos
años del bochorno premonitorio: esta muerte que nos acompaña de la mañana a la
noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento a un vicio absurdo.
De aquellos tiempos me ha contado Mónica
Volonteri (hay que leer su testimonio en visiones
de néstor sánchez)
encuentros en un bar chacaritense,
imagino el de Forest y Lacroze. Variaciones sobre diversos métodos para
suicidarse. Pero fue después el padre de ella el que se puso la escopeta en la
boca. Había que sostener esa piedra.
En el ’93 ó ’94 me había llevado Luis
Thonis a otro bar, un bar de sábado a la tarde, y ahí poco a poco fui
quedándome años largos hasta la disolución. Mesa que debió mudarse por reformas
o cierre bar a bar y ya ninguno existe: El foro, El estaño, Premier. Todos en
esquinas de Corrientes, en esa zona entre Callao y Obelisco que de pebete yo
solía bautizar mi república: librerías, cines, teatros, bares, pizzerías,
restaurantes en las transversales. Entre tantos otros que fueron y vinieron por
aquellos lares bares de los sábados, siempre estuvieron de base Hugo Savino y
Roberto Raschella. Con Hugo hablábamos seguido del Néstor con que nos
encontrábamos los dos por separado. Sentíamos fuerte ese peso del silencio de
la piedra sentada sobre Sísifo. Allá por el ’96 ó ’97 decidimos unir fuerzas. Roberto,
que no había tratado a Néstor antes en persona, tuvo ganas de ser de la
partida. Una vez al mes, a media tarde del sábado, partíamos del bar del centro
a la Santa María de Corrientes y Olleros, Chacarita. Enseguida se unió Mariano
Fiszman, que estaba en las mismas que Hugo y yo, sosteniendo con dificultad el
a solas. Alguna que otra vez vino también Liliana Guaragno, que por su parte
había hecho de las suyas por impulsar lectura Sánchez. Esos encuentros
continuaron hasta que Néstor fue a parar al otro lado de Corrientes, el
cementerio de la Chacarita. Nunca más volví a la Santa María hasta que no hace
mucho con familia terminé entre idas y vueltas recalando a pizza ahí. Tristeza cementérica. Las sillas y las mesas me
temblaban. La pizza parecía llorar.
Aquellos años de la Santa María los cuenta
Mariano tan bien en “Cabezón 2915” que me considero escrito ahí y no siento
necesario agregar nada.
Tan sólo otro vil avatar monetario
ilustrativo acaso. En el ’97 por empuje de Raschella empecé a traducir para
Losada. El director editorial, Jorge Tula, era asesor del diputado Alfredo
Bravo. Por una dura historia familiar relacionada con entorno de otra vez mi
tía Marta, yo sabía de pensiones graciables que podía otorgar un diputado. Tula
gestionó, Bravo aprobó, Néstor tuvo la suya. Tiempo después murió la madre. A
Néstor le tocó por eso otra pensión. Dos pensiones que sumadas no excedían en
aquel momento la línea de pobreza. Pero normas burocráticas o quizás algún
ajuste económico no las permitieron dobles. Le sacaron la graciable. La pensión
para escritores que por ley llegó tarde para él años después se inspiró entre
otros en su caso. No será lo único que le llegue tarde.
La muerte me toma la sopa, decía Néstor. Días
atrás, releyendo Quasimodo después de un par de décadas, encontré esto
(traduzco):
No me preparo a la muerte,
sé el principio de las cosas,
el fin es una superficie donde viaja
el invasor de mi sombra.
Yo no conozco las sombras.
Cierta trágica serenidad imposible en
Néstor sobre la materia. Pero tomar la sopa e invadir la sombra son imágenes
afines. Así se me aparece a veces Néstor Sánchez, en la sopa y en la sombra.
Soy despadrado
y desmadrado desde el fin de la niñez. Destiado
de Marta desde abril el más cruel del ’95. Desnestorado
desde abril del 2003, hace en este momento diez años y apenas ahora puedo
balbucear estas cosas. Uno se rejunta sustitutos de a pedazos por ahí y los
amontona en un rompecabezas imposible. Otra juntidad
espeluznante. Mi viejo me dejó una vara alta para medirme en ética. Pocos con
tendencia a casi nadie la sostuvieron a esa altura como Néstor.
Se me aparece a veces en el tenista Gaël Monfils o
el futbolista Mario Balotelli (con perdón de Néstor: que yo sepa, el único
deporte que le interesó fue el turf en la juventud tanguera). Veo en ellos algo
de su aspecto y espíritu: negros (algo de negritud lejana habría, pues, en los
rasgos de Néstor así como en su jazz) más o menos altos (Néstor andaría por el
metro ochenta y cinco) con un talento inmenso que no pueden gobernar y en los
ataques de furor se les vuelve en contra. Como a Maradona a su manera.
La escritura de Néstor es como el gol de
Diego a los ingleses en una versión Hueso Houseman: evitando él mismo su propio
gol sobre la línea y eludiendo de vuelta a todos los contrarios en sentido inverso
y otra vez y así sin parar hasta que termina el partido. ¿Qué importa el
resultado? È una festa la vita
(Siberia al final).
Lo que me pasó leyendo sus novelas, en
aquel momento sobre todo con Orsinis,
hoy tal vez sería más con Siberia o Cómico, ese estado de orgasmo electrochocado insoportable mucho rato de
corrido, me atravesó una sola vez más en toda la literatura argentina que hasta
ahora leí: con Diálogos en los patios
rojos de Roberto Raschella, novela en absoluto menos “oscura” o misteriosa
o enigmática que cualquiera de Néstor. Peras sin olmo. Pero con alma. Hay que
leer lo que hay ahí, inmenso iluminado, en vez de oscurecerlo de lo que no es.
Sánchez es Coltrane, Raschella es Mahler (no sé tanto de música como me
gustaría, guitarreo sobre cierta base); Sánchez es el blues de Siberia Villa
Pueyrredón, Raschella el sur porteño marcado de italiano. Más allá de las
infinitas diferencias (hay individuo, hay personalidad), las operaciones son
afines: los dos van a poema antes que a historia; a voz y ritmo en mitificación;
a un lenguaje que vale por sí mismo, por su propio espesor, antes que por lo
que cuente. No porque se niegue a contar, sino porque lo que cuenta encarna en
ritmo.
Leo el principio de Nosotros dos:
La tarde en que me asomé definitivamente a esta
ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién
tendidas; lo supuse porque había aire y no se movían en la soga.
Hay que asomarse a esa ventana. Leer,
incluso salteado si a uno le da la gana. Visitar y revisitar. Degustar cada
frase, cada ritmo.
Leo el final del primer párrafo de Siberia:
... todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para
incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad
marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores.
Zeugma muy Borges esa conjunción de “el
hollín y los despertadores”.
Visito un párrafo de mi recuerdo en Orsinis, la muchacha que hace hoguera de
sus obras manuscritas:
... Batsheva
con un palo viejo que conservaba restos de caca de gallina: removía y remueve
los papeles ahumados y las primeras cenizas de papeles que, empelotados y
siempre volátiles, se desdramatizaban entre las llamas.
No cito acá por demasiado extenso el largo
párrafo final de Cómico, uno de mis
preferidos y siempre recordados. El personaje asciende los ciento ochenta y
siete escalones de piedra de la catedral de Notre Dame y, en “una
veleidad aérea repentina o en todo caso (...) cierta manía secreta pacientemente
alimentada y al fin de cuentas realizable”, se lanza al vacío y acaba
estrellado contra el piso, “a tan pocos pasos de la única vidriera abarrotada
de un negocio oscuro y hasta si se quiere apacible de souvenirs”. Lo último en novela escrito en Néstor: un suicidio
magistral y lo demás es silencio.
Néstor Sánchez inventó su propio género y
lo llevó a la perfección. Novela poemática o como quieran llamarlo. Es Néstor
Sánchez y el molde se rompió. Es poema, es música, es novela pero no introducción-nudo-desenlace.
Como la anécdota Berón que recuerda Hugo Savino en su necesario Néstor: el tipo
cantaba, hacía música, y si alguien se quejaba de que no entendía la letra, lo
mandaba a leerla en la revista El alma
que canta. Como canta el alma de Néstor.
Es perfectamente admisible y hasta deseable
que a alguien no le guste. A unos cuantos incluso. John Coltrane seguramente no
habría llenado River diez noches seguidas. Pero sus degustadores tienen el
derecho de escucharlo.
Tal vez haya sido error nuestro buscar
editoriales grandes. Personalmente me dejé quizá tentar por cierto acceso más o
menos allanado como autor a una y como lector informante a otra. Uno en babia tiende
a pensar que a escritores grandes, editoriales grandes. Pero las editoriales
grandes son editoriales grandes porque hacen negocios grandes. Una editorial
con autores grandes y ventas chicas es una editorial chica. Si coinciden, como
raramente, ventas grandes con autores grandes, tanto mejor. Pero si no, ya
sabemos a qué lado se inclina la balanza. That’s capitalism, como dice mi amigo
americano.
Fue decisiva la insistencia y persistencia
de Claudio, el hijo de Néstor. Ahí fueron abriéndose al fin las puertas de
editoriales chicas que tomaron la posta y lo pusieron otra vez en librerías. Ahora
hay que leerlo, como siempre. Menos mito y vida rara y más lectura. De corrido,
de a ratos, salteado, para siempre. A como dé lugar.