Ojo de rapiña - Solos de rémington
En 2013 apareció una nueva editorial, La comarca, dedicada -en principio- a publicar y revalorizar la obra de Néstor Sánchez.
Ojo de rapiña, su primer libro, es una recopilación de textos de Néstor Sánchez sobre el oficio de escribir que se habían publicado en las décadas del sesenta y del setenta en diferentes revistas de varios países.
La búsqueda y recopilación de esos artículos, algunos de ellos perdidos en bibliotecas extranjeras y de los que ni siquiera se sabía que existían, estuvo a cargo de Federico Barea, así como el montaje del material. Un trabajo excelente que solo podía ser fruto de esa "adhesion extrema" que el genio de Sánchez sigue produciendo en algunos de nosotros.
Al leer estas notas, que Sánchez escribía en paralelo con sus novelas, sorprende la lucidez con la que ponía en claro sus intenciones y sus opiniones sobre la escritura y la literatura.
Pueden leer los comentarios que aparecieron sobre Ojo de rapiña, informarse sobre las librerías que lo venden o comprarlo directamente por internet en: http://www.nestorsanchezescritor.com/
Es un libro asombroso e imprescindible, cuya aparición no saludamos antes, simplemente, porque se nos escapó la tortuga.
Saldando deudas. capítulo dos
Mientras este blog seguía durmiendo su siesta, apareció el segundo libro editado por La comarca, Solos de rémington.
Solos de rémington incluye el primer libro publicado por Néstor Sánchez, Escuchando a tu hijo y otros relatos, de 1963, un libro al que muy poca gente había podido acceder, además de dos relatos de los años sesenta no incluidos en libros y Avatar clandestino, un manuscrito encontrado después de la muerte de Sánchez, lo último que escribió.
Abre el conjunto un remix de fragmentos de sus novelas que ponen en escena su remingtonear y lo cierra un epílogo de Federico Barea, a cargo de la recopilación de los textos. El diseño y la hermosa ilustración de la tapa son como siempre de Paula Bisignano.
¡Grande La comarca!
Visiones, el libro
Estamos muy felices de comunicar que la idea que dio origen a este blog se concretó.
A partir de julio de 2014, Visiones de Sánchez existe como libro, el formato en que lo pensamos desde un principio. Así se ve su portada:
El libro contiene varios de los testimonios que se pueden leer en este blog y otros recolectados con posterioridad. En ellos, quince escritores que conocieron personalmente a Néstor Sánchez cuentan sus impresiones y su relación con él, entre la década del sesenta y 2003, fecha de su muerte.
Participan como autores: Ruy Rodríguez, Rodolfo Alonso, Germán García, Luisa Valenzuela, J. Ernesto Ayala-Dip, Albert Bensoussan, Liliana Guaragno, Hugo Savino, Carlos Riccardo, Liliana Heer, Pablo Ingberg, Mónica Volontieri, Jorge Quiroga, Mariano Fiszman y Roberto Raschella.
La publicación está a cargo de la editorial La comarca, dirigida por Claudio Sánchez, y el diseño es de Paula Bisignano.
Acá pueden encontrar la lista de librerías donde se vende o comprarlo en forma directa por intenet:
http://www.nestorsanchezescritor.com/
También en esta página pueden leer las reseñas del libro, así como las de los otros dos publicados con anterioridad por La comarca, de los que hablaremos en otro post.
¡Felicitaciones a estos escritores y a La comarca!
A partir de julio de 2014, Visiones de Sánchez existe como libro, el formato en que lo pensamos desde un principio. Así se ve su portada:
El libro contiene varios de los testimonios que se pueden leer en este blog y otros recolectados con posterioridad. En ellos, quince escritores que conocieron personalmente a Néstor Sánchez cuentan sus impresiones y su relación con él, entre la década del sesenta y 2003, fecha de su muerte.
Participan como autores: Ruy Rodríguez, Rodolfo Alonso, Germán García, Luisa Valenzuela, J. Ernesto Ayala-Dip, Albert Bensoussan, Liliana Guaragno, Hugo Savino, Carlos Riccardo, Liliana Heer, Pablo Ingberg, Mónica Volontieri, Jorge Quiroga, Mariano Fiszman y Roberto Raschella.
La publicación está a cargo de la editorial La comarca, dirigida por Claudio Sánchez, y el diseño es de Paula Bisignano.
Acá pueden encontrar la lista de librerías donde se vende o comprarlo en forma directa por intenet:
http://www.nestorsanchezescritor.com/
También en esta página pueden leer las reseñas del libro, así como las de los otros dos publicados con anterioridad por La comarca, de los que hablaremos en otro post.
¡Felicitaciones a estos escritores y a La comarca!
Néstor Sánchez: Racconto a partir de un solo de flauta
ALGUNAS COSAS DE ESPALDAS A LOS SOCIÓLOGOS SIN EMPLEO
Entrevista de Mariani
Néstor Sánchez, un libro de
cuentos del que no quiere oír hablar, dos novelas (Nosotros dos y Siberia blues,
1966 y 1967, respectivamente), difícilmente olvidables, “El libro negro del
humor de antología” (1968 en colaboración
con Dolores Sierra), es un novelista nato y un ser humano con una
permanente expresión de sorpresa impresa en el rostro. Una expresión que
consigue reflejar toda la enorme capacidad de asombro que Sánchez lleva en su
interioridad, y que le permite, de pronto, romper la bolsa de sus silencios y
derramar su contenido de enormes risotadas enronquecidas, en medio de la devota
lectura de un poema de Cendrars, mientras estalla en un “!Qué bárbaro! ¡Qué bárbaro!” o
en uno de sus prolongados “¡Qué maravilla!”
ante un solo de los de Coltrane.
Néstor Sánchez, tras desaparecer
por nueve meses: (“Estaba escribiendo una
novelita”), abre la puerta, entre sorprendido y avergonzado por el olvido
de la cita y por un interrumpido ensayo de flauta, amante a la que ahora dedica
toda su pasión. Entretanto vigila algo que se fríe en la cocina.
-¿Es que el novelista Sánchez no
escribe más, acaso? ¿O se está proponiendo una nueva relación entre las
palabras y las notas?
-Es una pregunta que hace dar ganas de tragarse la flauta y pedir perdón.
Por ahora no paso de Mozart y algunos diletantes, sobre todo anónimos; sin
embargo pienso seriamente en la música como actividad que no quiero abandonar
más. Algo así como el festejo interminable de una ley. Y entonces la mayor
parte de la literatura que leo me parece condenada a Descartes, me suena a
declamación, mentira, etcétera.
-Supimos que está escribiendo una
nueva novela.
-Sí. Hace unos veinte días que terminé mi tercera novela que esta vez es
larga como las novelas. Entonces me dedico a corregirla: la cuido de día y de
noche y la sobo mientras descanso.
-¿Tiene alguna relación con sus
libros anteriores?
-Sin haber escrito Nosotros dos y Siberia blues, especialmente esta última,
no podría haber escrito éste. Pero la relación casi obsesiva central sigue
aproximándose a la búsqueda de lo antiliterario. Quiero decir: procuro escribir
a partir de aquello que rechazo como lector interesado, a partir de aquella
única cosa que un escritor debe ir aprendiendo y que es lo que no debe hacerse.
Claro, además está la necesidad de encontrar un ritmo total en el aliento, una
especie de respiración poemática. Pero eso lleva toda la vida.
-¿Qué entiende específicamente
por antiliterario?
-Entonces le contesto por la otra punta: toda literatura literaria, todo
gesto culterano o pretendidamente ideológico, se nos transforma poco a poco en
mentira, en convicción espantosa, en cháchara orgullosa. La literatura
literaria, en este sentido, parece no tener límites, tal vez porque cualquiera
puede sentarse y escribir de acuerdo con lo que leyó mal, al sentimiento que
cree inaugurar, a la pólvora que cree descubrir. Cualquier otra actividad
artística requiere una unidad y
dedicación que la literatura, por tratarse de palabras, parece obviar. De ahí
que todavía se puede asegurar lo que él pensó y lo que ella sentía. Si el acto
de la escritura es un acto esencialmente ético, de posible verdad consigo
mismo, entonces toda vieja convicción literaria se hace dinosáurica por sí
misma, se hace cada día menos soportable.
-¿Cree que lo antiliterario es
una tendencia que se está generalizando?
-No sé. Tal vez. Depende del hambre de verdad interior que cada uno
encuentra cada día en su Remington. Pero lo que por otra parte sí se está
generalizando es la improvisación a toda costa, la gran megalomanía
confesional. Declaro aburrirme mucho con casi todo lo que aparece en mi Buenos
Aires querido. Mi tío Ismael, uno de los personajes de mi libro, escribió
durante casi veinte años sin pensar en publicar; claro, él era un poco
masoquista, pero…
-¿Entonces sólo son válidas las
experiencias solitarias, y desesperanzadas, como las del tío Ismael?
-¡No tanto! Creo que hay gente, sobre todo gente joven que trabaja con
alguna cautela y que pretende partir de lo que ya no debe hacerse. El elemento
desencadenante de la gran baratura que
amenaza sepultarnos en papel, es ese lector multitudinario que inventaron los
sociólogos sin empleo.
-¿Y qué hay del mentado “boom” de
la literatura latinoamericana?
-Es ese otro invento donde parece que se terminaron los adjetivos de la
crítica semi-especializada que tenemos. Por ejemplo, ahora están buscando
transformar a Rulfo, un cuentista que nos aburría bastante hace diez años, en
la contrapartida de los grandes promocionados. Sin embargo no hay grandes
diferencias; lo que sí hay es una enorme vejez europea y, como ha sido siempre,
confusionistas y personas inteligentes. En general el “boom” no ofrece un solo
encuentro estético (ni siquiera hablar de una poética) de dos escritores que
marchen hacia respirar un aire menos conocido. Siguen sobreviviendo sin
molestarse mucho todos los esquemas trasnochados, desde el novelón sociológico
hasta el destrabalenguas, lo modernoso y lo densísimo.
-De lo que se desprendería que la
mayor parte de lo que aparece editado carecería de valor?
-¿Qué quiere decir valor? Convengamos que el valor en sí, el culterano, lo
dan los profesores y periodistas de todas las edades. Yo hablo como un tipo
apasionado por lo que hace y por lo tanto arbitrario. Cuando uno quiere algo,
conocer y convencerme a través de la escritura, cuando lo quiere todo el
tiempo, no pide ni da cuartel; y tampoco lo merece. Yo quiero encontrar casi
todos los días el libro, la voz de un hombre, que me convoque, que me desubique
los esquemas, que me pida cosas, que me obligue a participar, a confundirme, a
cumplir un ciclo en su lectura. Por lo general encuentro nada más que
historias, mujeres que hablan, idiotas que hablan, paralíticos que hablan,
cañeros que hablan, bobos que hablan, monólogos interiores de oficinistas,
historias ajenas, historias chismosas, niñitos que hablan, papel, tinta.
-¿Qué opina el novelista Sánchez
del último libro del novelista Cortázar?
-Después de aquellas cien páginas de “Rayuela”, donde por primera vez un
prosista argentino parecía relacionarse con la poesía, sigo esperando con el
corazón en la boca y me resisto a aceptar que sus tres últimos libros tengan
que ver con Morelli. “62” es un enorme silencio.
-¿Es cierto que prepara su
partida?
-Tan cierto como la flauta.
-¿Tiene que ver con una beca?
-Sí. Pero sin beca igual me mandaría mudar. Una ciudad es un lugar con
humo más o menos negro habitado por gente que camina y camina. Ni viene otra
agua ni el rio ni nada cambia. A lo sumo, cuando dicha ciudad envejece del todo
en uno es porque ha llegado el momento de no reprocharle nada a nadie y pisar
las valijas.
-¿Quiere decir que esta vez no
hay regreso?
-Eso. De Estados Unidos me voy a Londres por algunos años, como para
cumplir con una vieja aspiración libresca de mi tío Ismael que casi va a allá
por unos tres meses antes de su suicidio.
-¿Algo más?
-Sí, que ahora han empezado a manosear a los poquísimos viejos
entrañables que nos quedan, como por ejemplo Juan L. Ortiz, cosa que me parece
absolutamente pornográfica.
ARTiempo nº 5. Revista mensual de
arte y espectáculos. Buenos Aires, marzo 1969.
Música Sánchez: el camino más alto y más desierto, por Pablo Ingberg
Néstor Sánchez era Messi: jugaba a otra
cosa. Tengo para mí que, cuando ya nadie sepa quién era Messi, va a seguir
habiendo uno que otro lector extasiado de Sánchez.
Messi duerme exquisito un pelotazo y
arranca electrizado a pura gambeta indescifrable. ¿Qué quiere decir esa
sintaxis de gambetas?
John Coltrane agarra una melodía, la
desarma, la frota meticulosamente, le saca brillos deslumbrantes y hace
aparecer al genio. ¿Qué quiere decir ese fraseo incandescente?
Nadie se hace esas preguntas. Nadie se
plantea entender esas cosas, el placer estético que le causan un ritmo o una
música.
Desde que empecé a regalar ejemplares de Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua comprados entre saldos de Seix Barral en una
librería de calle, creo, Talcahuano entre Corrientes y Lavalle a fines de los
ochenta, no cesan de sorprenderme cada tanto confesiones de incomprensión, declaraciones
de oscuridad y hermetismo. ¿Qué hay que entender?
Tengo un amigo traductor al que no le gusta
el jazz por lo que no tiene de melodía. Otro amigo escritor al que no le gusta
por lo que no tiene de estructura formal. Simplifico, pero algo de eso hay. En
ambos casos, no les gusta por lo que no es, no por lo que es. No les gustan las
peras porque no brotan del olmo.
Tengo otro amigo, estadounidense (quiso
conocerme por mi traducción de Gatsby),
al que le gusta y frecuenta mucho el jazz. Tiene oído finísimo para la
literatura de su agrado, pero rechaza prácticamente en bloque lo que en inglés
se llama modernismo, lo que trajeron las vanguardias desde principios del siglo
XX; por ejemplo, James Joyce o
Virginia Woolf, por citar a dos autores a los que estuve traduciendo mientras intercambiaba
con él sobre el asunto. No cesa de asombrarme, le digo hasta el cansancio como
a la pared, su oído cerrado en literatura a lo mismo que aplaude a rabiar en el
jazz.
“... Siberia
blues... no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha
existido nunca al jazz”, dice Enrique Vila-Matas, un tipo con oreja. Una
autoridad. Un tipo de renombre. Extranjero. Internacional. Hay que escucharlo.
Y ahí termina todo viso de ironía, no dirigido a él, en cualquier caso. Al
contrario. Es del palo. Y dice que empezó a escribir después de leer a Sánchez.
Todo un principio.
Cuando a mediados de los noventa propuse en
un par de editoriales grandes que publicaran Cómico, hasta ese entonces nunca publicada en Argentina, sólo
conseguí que en una de ellas le dieran a Néstor la changuita de escribir unos informes
de lectura.
¿Qué es lo jazz de Siberia? Néstor se preparaba pacientemente, amorosamente. Leía
poesía en voz alta con amistades poéticas a principios de los sesenta. La
poesía no me ha sido dada, solía decir después en cierta vena. Arrancó por la
narrativa, entonces. Pero con espíritu poeta. Las historias se cuentan por
teléfono.
(Circulaba, parece, entre amigos y afines
sesentistas. Mi tía de esa de-generación me invita en los ochenta a un almuerzo
de reencuentro con gente de su juventud, entre ellos el poeta José Peroni, a
quien había encontrado taxista. Otro de los presentes, antiguo marido de mi
tía, cuenta anécdota. En un bar, Peroni le pregunta a algún secuaz, demasiado
locuaz, por qué escribía poemas. Por ejemplo, cuando quiero decirle a una chica
que la quiero... Pero eso podés decírselo por teléfono, irrumpió Peroni, dice
el ex marido. Así vuelan las anécdotas de protagonista en protagonista.)
Para Néstor las historias son el opio de
los lectores. Su entrega en la escritura es absoluta. Quiere idéntica entrega
del lector. La historia es pasatiempo, él quiere alma. Literatura religiosa, a
su manera. Comunión. Elevación del espíritu. Penetración en lo profundo del
espíritu.
Coleccionaba notas, coleccionaba palabras.
Ésa era siempre su recomendación: cuaderno de notas. Como coleccionaba un
Charlie Parker melodías. Escuchadas por ahí, imaginadas por allá. Melodías
porteñas en Néstor. De la Siberia infanto-juvenil, de los poemas leídos en voz
alta, de los bailes en tango, del hipódromo. Epifanías Joyce en clave Sánchez. Llegado
el momento, preparaba el “estado de gracia” (lo cito), el estado de escritura. Ceremonias,
ritos. El mate, cierta música en el wincofón (alguna vez me sugirió el Stabat mater de Pergolesi). Entonces se
sentaba ante la máquina de escribir como sus referentes Charlie Parker o John
Coltrane se colgaban el saxo. Y se dejaba fluir, como ellos por las suyas, por
esas melodías cultivadas amorosamente. Se terminó la historia. Es música. “Lo
más parecido que ha existido nunca al jazz”. Nada más que entender.
No es, claro, que no haya ninguna historia. Si hay narración, y
eso creo que nadie se pondría a discutirlo, no puede no haber ninguna historia.
Lo que no hay es historia como hilo conductor. Un nace-crece-se
desarrolla-muere, o introducción-nudo-desenlace. El cuentito. No. No hay
historia protagonista. Hay otras conexiones y encadenamientos no explicables
por teléfono. Un hecho estético en sí mismo. No se puede silbar todo un
Coltrane. Hay que entregarse a escuchar.
Néstor lo llamaba novela poemática. No sé
por qué pero nunca me sonó muy de mi gusto esa palabra, poemática. En alguien
que inventó tantas palabras orgásmicas. Entiendo que se entiende más o menos y
no había mucha opción. Novela poética está gastada hasta el cansancio. Si había
que ponerle otro nombre, ahí está. Da idea. Mientras no sirva para comodidades
académicas de etiqueta y archivo. No lecturas.
Cuando Cortázar, otro tipo con oreja y jazz,
le dice, me cuenta Néstor (hace años lo conté en una entrevista y circula), le
dice, caminando quizá por los Jardines de Luxemburgo, “vos llegaste más lejos”,
le dice eso: Néstor llegó a música. La cumbre de la lengua porteña.
“Demencia: / el camino más alto y más
desierto”. Así empieza el primer poema del primer libro de Jacobo Fijman. Curioso
título, dicho sea de paso, el de ese primer poema: “Canto del cisne”. Anuncio
de un silencio final cuando apenas se empieza a decir algo. Pero cantando.
Cantando como el cisne, que canta solamente en ese mito del momento que precede
a la muerte.
Néstor tomó desde principio a fin el camino
más alto y más desierto. Ahí no puede haber demencia estricta: la demencia a la
corta o a la larga no articula, se desarticula. Él tal vez haya sido siempre
fronterizo. Tal vez no haya podido nunca articular esa muerte del padre cuando
él era apenas púber.
Eres el sótano oscuro
con piso de tierra
donde ha entrado una vez
descalzo el niño
y lo recuerda siempre.
Estrofita de Pavese que le escuché citar más
de una vez así, traducción suya, supongo, de memoria (hay una mezcla de él en
el primer verso, pone “oscuro” de la estrofa siguiente: Sei
la camera buia, en vez de “cerrado” que va ahí: Sei
la cantina chiusa).
Lo conocí en sus últimos arrebatos de
furor, regados de cerveza y ginebra encendedoras
de mejillas y ojos y algún resto de pasión. Principios del ’88; principios de
marzo, creo. Me invitó Liliana Heer (nunca dejaré de agradecérselo) al bar de
Diagonal Norte, al lado del cine Arte (no sé si funcionaba en esa época). Todo
ese año los miércoles; aunque en mi recuerdo se prolonga en duración. En medio
del camino nos mudamos a la vereda de enfrente; o acaso ahí prolongamos con
irregularidad otro año, otros años. Presidía emérito Juan Jacobo Bajarlía, a
metros de su estudio de abogado, en cuyo sillón, me mostró alguna vez, había
tenido encuentros cercanos con la joven Alejandra Pizarnik, hasta que ella se
le apareció con valija de mudarse y la mandó a mudar. Comoquiera que haya sido,
el Bajarlía abogado patrocinó al Néstor sin un mango en el reclamo a
Sudamericana de derechos de autor nunca percibidos por Orsinis (aparecido con Néstor en Iowa y nunca más volvió, hasta ese
momento). Terminó en acuerdo de no pago a cambio de publicar La condición efímera, lanzada ese año
’88 a la calle sin apoyo de prensa y con las puertas editoriales cerradas a
perpetuidad para el autor y su abogado poeta y ensayista de vanguardia (dicho
esto último luego por este último). Oh dios dólar. Me resuena una reseña
lamentable de Jorge Masciangioli en La
Nación, rebosante de rencor y sordera (meses después de morir Néstor,
Masciangioli fue a reunirse con él en la Chacarita, ironías del destino tan
temido). Cosa ajena a mis usos y costumbres, intenté hacer lobby para que le
dieran ese año el Premio Boris Vian. Liliana Heer estaba en el jurado (la había
conocido el año anterior cuando se lo entregaron a Néstor Perlongher por Alambres) y era un voto bien dispuesto,
calculo. Bajarlía me figuro que también. Tal vez alguno de ellos fuera cómplice
en mi intento. Visité a Nicolás Rosa, otro jurado. Me recibió cortés en
calzoncillos con aire de pantalones cortos, en tiempos en que todo el mundo
usaba slip. No recuerdo gran cosa de la charla. El premio se lo dieron a Tununa
Mercado por Canon de alcoba. No puedo
opinar al respecto porque no lo leí. Muchos años después leí otro de ella y me
gustó.
Otros miembros de la mesa, a quienes
conocía previamente de nombre. Luis Thonis. De él había oído hablar, con
simpatía por sus singularidades, a Enrique Blanchard en su taller literario, al
que asistí un par de años a mediados de los ochenta. Carlos Riccardo. Por historia
de sus búsquedas personales, el de oído más curioso a la experiencia Gurdjieff.
Gracias a eso tenemos para agradecerle el libro de conversaciones que grabó con
Néstor. A veces veíamos un rato también a Hugo Savino, a quien sobre todo Luis
Thonis mencionaba a menudo. Hugo venía a encontrarse antes con Néstor, que
aprovechaba el largo viaje desde Villa Pueyrredón para hacer doblete de
encuentros céntricos: un rato con Hugo y después nosotros.
Antes de conocer a Néstor yo sólo había
leído Nosotros dos. Un compañero del
taller Blanchard, Alejandro Palermo, por entonces estudiante de Letras, contó
algo así como que Beatriz Sarlo lo había dado o mencionado en la facultad. Acaso
mi memoria no sea del todo fidedigna, pero algo de eso hubo. Poco después, allá
por el ’86, de recorrida por librerías de Corrientes, encontré y compré un Nosotros dos en edición de Seix Barral
con elogio de Cortázar en la contratapa. Lo leí en enero del ’87 recostado
contra alguna conífera del Parque Nacional Los Alerces. Tenía veintiséis años y
medio. Me pareció un Cortázar mejorado. Menos historieta y demagogia, más
escritura. Eso está desde el principio, más allá de que fuera después
quintaesenciándose. (No sé decir del libro de cuentos inicial que él prefirió
esconder debajo de la alfombra por “demasiado pavesiano” y jamás leí ni vi.) Precisamente
eso que está desde el principio y después se quintaesencia es lo que había
reconocido, según me contaría después Néstor, el propio Cortázar con oreja
generosa: no abundan esos ejemplos de grandeza.
Un año después lo conocí en persona, por
generosidad de Liliana Heer. Ese mismo año todos en la mesa nos pasábamos datos
de hallazgos de sus libros, que rebuscábamos por la zona. Un amigo mío de esos
tiempos que trabajaba en la librería El Lorraine de avenida Corrientes, Gustavo
Romero Borri, me avisó que habían encontrado en el sótano y depósito de la
librería ejemplares de Orsinis en
edición príncipe de Sudamericana. Los compramos todos, poco a poco. Durante ese
año ’88 leí entonces, en orden cronológico, Siberia,
Orsinis, Cómico y el recién aparecido La
condición efímera. Nosotros dos
era jazz sobre melodías de tango. Siberia,
jazz lanzado a melodías barriales menos reconocibles, quizá más personales. La
apuesta subía.
Mi experiencia más fuerte de lectura, en
ese paso entre mis veintisiete y veintiocho años, fue Orsinis. Era como un electroshock, no podía soportar mucha lectura
de corrido. A las dos o tres páginas debía suspender, bajar a tierra, tomar
aire, no podía sostener la intensidad. Como buen joven, me fascinó lo más
radical de la experiencia literaria Sánchez. Lo más experimental, diría la
etiqueta, hoy quizá condenatoria. Porque la sociedad entre mercado y facultad y
prensa, necesitada de masividad, impone historia hace rato. Otra “dictadura del
gusto” (Raschella en Innombrable, 1986).
Un escritor y editor que confesaba inveterada admiración por Sánchez me dijo
alguna vez que el tiempo lo había derrotado, que sus exploraciones eran cosa de
otra época. No le falta razón. Hoy parece interesar mucho más la historia
Sánchez que la escritura Sánchez desatenta a las historias. Tenía que morirse,
hay tantos casos.
Después de Orsinis, Cómico me
pareció en aquel entonces retroceso, un camino de vuelta hacia cierta
legibilidad. En cierto modo, prenunciaba fin. Claro, todos somos profetas del
pasado. Pero Néstor había hecho cumbre, no tenía camino más arriba y era
demasiado grande de alma para aceptarse en el descenso o la repetición, que
vienen a ser lo mismo. La condición
efímera es diversa, despareja. Hay para gustos. Yo me quedé con, según el
propio Néstor, la evocación de Juanele en “Adagio...”. Pero tiene su peso el
“Diario de Manhattan”, de lo más masticable que haya escrito Néstor (digerirlo
es otra cosa). Los que no puedan soportar no historias, pueden ir ahí y salir
diciendo que leyeron su Sánchez. No es cuentito, pero está impregnado de varias
realidades del entorno y el interno.
La especie humana no soporta demasiada
realidad, escribió el tío Tom Eliot; en los Cuatro
cuartetos, de donde viene también el all is always now o todo es siempre ahora de Orsinis.
“Prufrock”, novela poemática a su modo, poema novelesco, era una obra de cabecera
para Néstor, que abominaba joven aquellos poemas rimados de Borges recurrentes en
el suplemento La Nación. Curioso
poema “Prufrock”, de un jovencito que se proyecta viejo. En el ’99 traduje un
“Prufrock” sin rima, como el que él manejaba. Pero con los años cambié de
parecer: la rima cumple ahí una función nada menor; acometí una nueva
traducción rimada. Me gustaría hablar de eso con Néstor. Quizás admitiría mi
planteo: no se trata de rima sonsonete, mecánica, sino de rima irónica y
caprichosa, “experimental”.
Acabo de caer en una cuenta que me mueve la
silla debajo del culo (con perdón de Néstor: nos dijo alguna vez en el bar de
Chacarita que hay que escribir como se habla con la psicoanalista, esto es,
según él, sin palabras indecorosas, digamos; pero yo, contesté, le digo a mi
analista pija, paja, y él se quedó mirando patitieso): cuando lo conocí, a
principios del ’88, Néstor acababa de cumplir cincuenta y tres (el 7 de
febrero), los mismos que estoy cerca de cumplir cuando escribo esto, fines de
abril de 2013. Atenuante: él me llevaba veinticinco pirulos y a cualquier jovencito
de diecipico o veintipico un tipo de cincuenta y tantos le pinta medio a viejo.
Pero incluso con esa salvedad, cuánto mayor parecía Néstor, qué castigado de
trajín su cuerpo. Como aumentado por una lente Prufrock.
Desde su regreso, vivió en la casa de la
infancia y de la muerte. “Cabezón 2915”, como tituló Mariano Fiszman su
extraordinaria historia Néstor, a la larga confluyente con la mía. Vivía con la
madre, de la jubilación de la madre, que rondaba los ochenta años cuando lo
conocí.
Buscaba trabajo. Un escritor inmenso que ya
no escribe, ya no puede escribir. Que muchos años antes había decidido no
escribir ya más, además. Cuántos intentos de inútiles impulsos. Liliana incluso
acometió un a cuatro manos con él. Pero un albatros Baudelaire, desvalido ante
el más sencillo trámite.
Ilustro. Fue a pedirle trabajo a Tomás Eloy
Martínez, con quien en los sesenta había trabajado en Primera plana. Revista de la que fue tapa Néstor Sánchez como fue
tapa García Márquez (prendió por historia, ¿no?) y otros que asomaban por ahí. Tomás
Eloy le dijo que se presentara a beca Guggenheim. Lo instruyó a apadrinarse
para el caso. Y fueron: Enrique Pezzoni (a quien conocía de Sudamericana),
Augusto Roa Bastos (Néstor trajo a un encuentro de bar la copia de la carta
padrina que le había enviado el propio Roa: que, si bien nunca lo había leído,
por las referencias recibidas antaño de Cortázar se sentía humildemente honrado
de ser él quien apadrinara a tan gran escritor) y Silvia Molloy (a quien
conociera en tiempos de París). Ese año ganó Alberto Laiseca. (Según don
google, fue en el ’93. ¿Hasta tan lejos se prolongaron encuentros esporádicos
en bar Diagonal? ¿Tendré imágenes mezcladas?) Pero iba al trámite. Había que
mandar paquete con papeles y ejemplares a Nueva York por correo privado. Lo
acompañé de secretario o cadete, porque daba ternura verlo tan desvalido para
ese acto común de vida práctica. Años más tarde Mariano le consiguió una computadora.
Intentó en vano enseñarle a usarla. Una tarde en Cabezón lo intenté yo:
imposible hacerlo aceptar que la máquina pasara por sí sola al renglón
siguiente sin un golpe de inexistente palanca.
Qué impotencia ante su busca de trabajo. Cuento
sin gran detalle sólo algunas de estas minucias –que siempre los amigos hemos
preferido mantener en reserva en honor a la inmensa dignidad de Néstor aun desde
el fondo del barro– porque de pronto no me parece tan mal recordarle al mundo cómo
trata a algunos de sus habitantes de excepción mientras viven y con qué
facilidad los mitifica cuando ya muertos no pueden demasiado perturbar. Nada
que nadie sepa, claro. Van Gogh habría vivido toda una vida sin carencias
materiales si hubiera vendido un solo cuadro al uno por ciento de lo que lo
pagan hoy. Lugar común. Pero dan ganas de testimoniarlo cuando uno lo ha vivido
tan de cerca. En aquel momento, Liliana tenía una respuesta muy simpática a
esos pedidos nestorianos: si yo fuera Evita, vos serías director del casino. Y a
él se le encendían de sonrisa los ojos de perro cansado. (Ya no estás debajo de
la mesa, citaba alguna vez, agregando en mi recuerdo ese “ya” a un verso de
Juanele sobre su perro muerto.)
Jean-Jacques, como llamábamos a Bajarlía,
seguramente le habrá conseguido algún centavo de Sudamericana por La condición. Liliana le consiguió
jurado de concurso (Messi de alcanzapelotas).
Lo imagino leyendo en diagonal y rechazando todos, como contó que había hecho
con cuanto libro de narrativa latinoamericana le dieron a informar en Gallimard
durante su temporada en el París. Germán García le había dado espacio para un
taller literario. Tengo vaga idea de que no pudo sostenerlo. Yo temerario venía
coordinando uno en la Asociación Bancaria. Trabajaba en el Banco Central y creí
ver ahí una posible salida laboral más afín: doble error, en mi caso. Mi mayor
mérito como tallerero fue sin duda pasarle
a Néstor la posta de los últimos cuatro o cinco sobrevivientes, más un par de
amigas de otros pozos. A una de ellas, Mónica Volonteri, recuerdo que le dije
una noche mientras caminábamos por la arbolada Pedro Goyena a la salida de Puán,
donde éramos compañeros de griego antiguo: no te va a alcanzar la vida para
agradecérmelo. En la casa de la otra, Victoria Morana, se hacían las reuniones,
primero cerca del Hospital Tornú, después al costado de la Chacarita, desde donde
mira ahora lo que reste de cuerpo nestoriano. Por relaciones tales supe cuáles
textos leían con él: “Prufrock”, el joven viejo; Giacomo Joyce, un solicitante descolocado, hombre mayor de
jovencita; “Kadish”, largo aullido de
Ginsberg por la madre muerta. Todas narraciones poemáticas o poemas narrativos
relacionados con la vejez o la muerte, dos caras que se miran de cerca. De casi
todo ese grupo de taller hay testimonios en visiones
de néstor sánchez, el blog que armó
Mariano cuando nos cansamos de convocar a libro.
En aquel mismo año ’88 conocí a Quique
Fogwill. Mi tía sesentista, Marta Ingberg, lo veía en la Facultad de Psicología,
donde ambos daban clases, y quiso llevarle un ejemplar de un libro mío recién
aparecido. Él, fiel a su estilo, lo bajó de un plumazo sin abrirlo. Después
abrió, leyó un poco, se acercó y le dijo: che, no está mal, decíle que me llame.
Yo no había leído nada de él, pero tenía un vago eco de que había armado algún
escandalete con un premio Coca-Cola después de ganarlo, y sabía que había
publicado poesía de los dos Lamborghini y Austria-Hungría
de Perlongher. A partir de ahí leí varios de sus primeros libros, incluso uno
de los dos de poemas que publicó en el mismo sello que los Lamborghini y
Perlongher y que me regaló a regañadientes, porque los sabía olvidables. En
cambio entre los cuentos y novelas cortas de Ejércitos imaginarios, Música
japonesa y Pájaros de la cabeza
encontré algunos bastante buenos. Quique era un tipo inteligentísimo y
filosísimo. Siempre me pareció que su inteligencia era superior a su talento, y
que él lo sabía. Tal vez de ahí viniera ese ejercicio constante del filo en los
otros. Había que aguantarlo. Eso justamente me estimulaba de algún modo. Lo
visitaba cada veinte o treinta días en su departamento de Arenales, medio en
ruinas, como él, todavía con resabios de cárcel, bastante recluido. Con el
tiempo fueron agotándose los filos de la charla y espaciándose los encuentros
hasta la extinción. Poco después él fue empezando a retomar protagonismo
público, un terreno donde no me siento cómodo, sobre todo cuando viene del afán
de ocupar espacio antes que del efecto de una obra. No desconozco que él tenía
obra, pero tampoco que esa obra no habría atraído sobre él tanta atención de no
haber sido por sus talentos desarrollados en el ejercicio de la publicidad. Puedo
equivocarme, porque no leí nada de lo que él escribió y publicó después de
aquellos tiempos de claustro, pero por lo que he oído me parece que no. Como
toda una vida no alcanza para leer ni el uno por ciento de lo que uno querría,
los prejuicios cumplen una función selectiva necesaria. En cualquier caso, celebro
el perfil alto en una obra, como en Néstor, no en el salir a cuchillazos
públicos para pelearle la quintita a otro, por ejemplo. Vidas paralelas:
mientras Néstor vagaba en el limbo de la inanición en descenso hacia el
infierno, Quique subía a las marquesinas. Hace años que no leo casi suplementos.
Mayormente me aburren. Me resultan más ocupaciones de espacios que sustancia
para llenarlos. Soy un retirado de ese terreno. Sólo de tanto en tanto ojeo
alguno. Rara vez me dan ganas de leer algo entero. El mayor interés que les
encuentro se parece al de escuchar informativos radiales o ver los títulos de
canales de noticias: tener una vaga idea de los asuntos que circulan por los
primeros planos de las ocupaciones de espacios, un recorte de algunas cosas que
por uno u otro motivo adquieren notoriedad más o menos pasajera (la literatura
es noticia que permanece noticia, decía el tío Ezra Pound). En alguna de esas
ojeadas pesqué hace un tiempo que alguien joven, cuyo nombre no sabía ni
recuerdo, extrañaba al cuchillero Fogwill. No extrañaba su obra, su escritura,
sino su filo cuchillero. No sin cierta razón: al menos él sabía sacudir un poco
el tedio del vacío reparto de espacios vacíos. Ahora bien, mientras Quique
ascendía así en protagonismo, un escritor tan superior a él como Néstor
languidecía en la relegación. Con el tiempo, imagino, sin embargo, quedarán en
el olvido los floreos cuchilleros periodísticos de Quique y las obras de uno y
otro ocuparán el espacio que les corresponda por su propio peso. En fin, toda
esta digresión, no tan ajena al meollo del asunto, nació porque quería contar
que en mis tiempos de encuentros quiquenses
le presté las novelas de Néstor, porque le había despertado interés con mis loas
y entusiasmos, y él me las devolvió diciendo: no es para mí.
En aquella época Diagonal, había en Néstor,
dije, todavía ciertos arrebatos de furor:
en latín, furor, pasión, entusiasmo, delirio, inspiración, locura. Ahora, loco
de encerrar jamás me tocó verlo. Todo lo contrario. El mundo entero a su
alrededor parecía más digno de encierro y él afuera. A veces, sí, en aquellas
nochecitas de cerveza y ginebra (él las dos mezcladas), hablaba de tercera
dentición (se acomodaba incómodo postiza dentadura), hablaba de vivir
trescientos años, como esperanzas todavía con visos de reales. Habló incluso de
una “mesa de los diez”, que en su idea podíamos acaso llegar a conformar (y
nunca supe muy bien a qué apuntaba). Algo de eso se trasluce en el cuerpo de su
dedicatoria a mi ejemplar de condición
efímera: “Para Pablo, como si la palabra destino –en la carne tan transitoria–
fuese eficaz”. Algo de eso hay en el
episodio evocado o invocado en el solo testimonio que pude vomitar, más que
articular, en su momento para el visiones
de néstor sánchez.
Necesaria una mínima digresión a mí. Judío
nacido en pueblo chico sin judíos además, entre idas y vueltas he sido casi
siempre mezcla rara de agnosceta y de
ni-ni. Idea de algo complejisimisimísimo
(sufijación superlativa Néstor: ¿en qué otra lengua puede hacerse?, decía picaresco)
que excede para siempre nuestra posible comprensión. Inútil intentar cruzar esa
frontera, aunque comprensible intento humano de cruzarla. Algo de eso hay en
religiones y prácticas afines, exotéricas y esotéricas. Algo de eso hay,
también, en la literatura. En alguna, al menos, de la que no me siento separado
por un límite infranqueable, como el que sí siento a la corta o a la larga con exoterismos y esoterismos. Da para largo, el
resumen corta brazos, alas, pelos, vuelos. Valga de atisbo. En muchacho de
veintisiete a veintiocho.
Por supuesto surgía el nombre Gurdjieff. A
mí me despertaba un interés como todo saber y aventurarse humanos. También cierto
interés literario: había libros. Pero tanto no habrá sido el interés porque no
leí ninguno. Había algo de ese límite infranqueable. Hay algo interno, visceral
en mí que no puede tragar ni mucho menos digerir al Gurdjieff general y al
Gurdjieff Néstor. No pude entonces ni puedo ahora conectarme bien. Una
incapacidad, si se quiere. Ahora, ¿fue Gurdjieff demencia en Néstor? Se me
ocurre que demencia no se contagia ni se inocula. Fronterizo era Néstor,
seguramente antes y después de Gurdjieff, sensibilidad en carne viva. A la
larga ahogada en pastillas. Pero eso es otro capítulo. Gurdjieff participó sin
duda del escribir y del dejar de escribir en Néstor. Sea como haya sido o sea o
fuere, en definitiva no lo siento demasiado relevante para mí en lo personal,
ni como amigo en lealtad ajena a explicaciones ni, más perdurable y exotérica
aunque íntimamente, como lector.
Otra breve digresión a mí. En el ’89 empecé
cuaderno de notas. Venía de separación y frutilla de torta con una historieta
pasional intensa y destructora. Lo empecé dándole incluso un nombre: Diario de un misógino. Qué buen título,
dijo Néstor (lo veo decirlo en bar de Diagonal enfrente). Y así se llamó, con
una carga autoirónica que pasó bastante inadvertida en el mundo literal, la
quizá novela que escribí en ’95 y salió en ’99. Un Héctor Suárez por ahí toma
prestado de él.
Interregno entre bares. Cuando se diluyó el
bar Diagonal y hasta mediados de los noventa, lo llamaba por teléfono una o dos
veces al mes y cada tanto había un encuentro. Cierro los ojos y lo veo esperarme
en placita diagonal cercana a Cabezón cuando bajo del 111 ex 90 hoy 168 ex ex. Veo otra vez a la madre abrir la puerta en
Cabezón y llamar: Néstooor, llegó Pablo.
Nos veo caminar hasta el bar de avenida Mosconi y a él tomarse a media tarde un
vaso o dos martona grande (así se los
llamaba al menos en mi pueblo de niñez) de tinto común, acaso con un chorro de
soda, saludado por los parroquianos. Lo veo una tarde en el bar de Forest y
Lacroze en que me escribe en un papel: “Stabat
mater: Pergolesi”. En el mismo papel en que acababa de escribirme, porque
nos molestaba en el charlar la música curiosamente llamada funcional (¿funcional
a qué?), en tiempos en que todavía los bares no tenían todos uno o más
televisores: “Para Pablo; escrito en un cuaderno leve, en la ciudad de Los
Ángeles, en un coffee-shop con musiquita funcional ininteligible,
pero por momentos conminatoria en bobo rojo: ‘Suena, suena y no dejes de sonar,
vieja musiquita. Algún día voy a hincarte el diente en todas las viejas
musiquitas, vieja musiquita’”. (Bobo rojo era en su jerga personal el corazón.)
Encontré ese papelito hace poco, buscando viejas cartas de Leónidas Lamborghini
exiliado en México. A lápiz de mi puño y letra leo en el reverso: ¿1989?
Pensaría que fue más adelante, pero más adelante es difícil imaginarlo en ese
arranque locuaz. Desde que yo lo conocí, lo sentí siempre en cierto modo piedra
Sísifo: necesidad de uno de poner el hombro y empujar, pero, mera ilusión,
vuelve a caer. Poco a poco fue haciéndose (eso es de él: pronombre enclítico a
su puesto final, decía; no “se fue haciendo”), poco a poco fue haciéndose más ilevantable la piedra. Un error, seguramente, de
mi parte, pero que arroje la primera piedra el que no tenga dentro ese pequeño
redentor iluso.
Néstor era siempre tan discreto, tan digno.
Jamás lo vi en una agachada. Miseria del bolsillo sí, del alma nunca. Un noble,
en todos los sentidos de la palabra. Sabía en secreto que había hecho cumbre y
no necesitaba pelearle la quintita a nadie. No sé decir muy bien en otra época.
Anécdotas lo pintan bravo, de piñas y cachetadas dar incluso. Pero no lo
imagino peleando por quintitas, ni mucho menos con miseria humana y malas
artes, sino más bien gritando su camino más alto y más desierto.
En sus días de Barcelona, nos contó alguna
vez en algún bar, cuando se debatía si él entraba o no en el boom... Momento, ¿Néstor boom? Verdad que hay bibliografía de esa
época donde lo ubican entre lo más destacado de lo nuevo latinoamericano. Junto
con un Sarduy, cada vez menos recordado. O con un Puig. Pero Puig, como García
Márquez, Vargas Llosa, nunca se salieron del carril de la historia. El carril
que se quedó con el mercado. Como sea, en Barcelona invitan a Néstor a una
charla o algo así de Vargas Llosa, que, oh tiempos, proclama y declama la idea
del escritor comprometido... Hay que reconocerle el buen olfato al tipo: por
ese entonces dominaba el mercado una ola izquierdosa. Hoy una ola derechosa.
Por lo tanto, él siempre siguió fiel al compromiso. El que cambió de izquierda
a derecha fue el mercado. En fin, allá le piden opinión a Néstor, el joven que
asoma la cabeza en las alturas. Y él dice que son paparruchadas. Y queda
excluido automáticamente del mercado boom.
Creo, de todas maneras, que su exigencia de un lector comprometido, entregado en cuerpo y alma a la lectura sin
bastones ni cochecitos ni andadores de historia y olas a la izquierda o la
derecha según orientaciones de mercado o de partido (que en ocasiones miran
para el mismo lado), todo eso lo excluía del boom desde el vamos, hacía de veras estallar el boom. En cualquier caso, no dijo aquello
para pelearle al Vargas la quintita o la quintota;
dijo lo que pensaba desde hacía rato y por lo que peleaba hacía rato y desde
dentro de sí, y hasta lo habría puesto a piñas desde siempre que se diera la
ocasión; dijo en resumidas cuentas (conector de su colección) lo que necesitaba
decir desde el fondo de sus convicciones, y eso no sólo no le ganó ningún espacio
sino que se lo quitó, si no para siempre, al menos para siempre en vida suya.
A mí no me ha gustado nunca mucho
preguntar. Me parece la espada y la pared. Me encanta, en cambio, que me
cuenten porque gané confianza. Ésa es mi inclinación general y no fue Néstor excepción.
El asunto es que a su discreción constitutiva en cuanto a intimidades y
miserias fue sumándose el silencio apastillado. No sé muy bien cuándo empezó a
tratarse de pastilla firme. Seguramente así salió de los pozos más profundos y
no hubo más colinas de furores momentáneos. Un encefalograma que tiende a línea
recta. Hablaba así cada vez menos. Sísifo ya ni empujaba la piedra, se quedaba
sentado todo el día. Por teléfono o en persona, uno tendía a hablar nervioso
para ocupar silencio.
De suicidio hablaba a veces como anhelo
posible y no valor de ejecutarlo. No era nueva inquietud (en alguien tan
marcado de movida por Pavese). Corazón del primer párrafo de Nosotros dos:
Me asomé, tuve el mismo miedo de siempre a la
altura, el mismo desasosiego ante la posibilidad y tentarme.
Y en el otro extremo de la obra, “Diario de
Manhattan”, Pavese todavía presente, maestro de sinceridad irremisible y fin
suicida:
De modo que decía el pobre Cesare durante aquellos
años del bochorno premonitorio: esta muerte que nos acompaña de la mañana a la
noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento a un vicio absurdo.
De aquellos tiempos me ha contado Mónica
Volonteri (hay que leer su testimonio en visiones
de néstor sánchez)
encuentros en un bar chacaritense,
imagino el de Forest y Lacroze. Variaciones sobre diversos métodos para
suicidarse. Pero fue después el padre de ella el que se puso la escopeta en la
boca. Había que sostener esa piedra.
En el ’93 ó ’94 me había llevado Luis
Thonis a otro bar, un bar de sábado a la tarde, y ahí poco a poco fui
quedándome años largos hasta la disolución. Mesa que debió mudarse por reformas
o cierre bar a bar y ya ninguno existe: El foro, El estaño, Premier. Todos en
esquinas de Corrientes, en esa zona entre Callao y Obelisco que de pebete yo
solía bautizar mi república: librerías, cines, teatros, bares, pizzerías,
restaurantes en las transversales. Entre tantos otros que fueron y vinieron por
aquellos lares bares de los sábados, siempre estuvieron de base Hugo Savino y
Roberto Raschella. Con Hugo hablábamos seguido del Néstor con que nos
encontrábamos los dos por separado. Sentíamos fuerte ese peso del silencio de
la piedra sentada sobre Sísifo. Allá por el ’96 ó ’97 decidimos unir fuerzas. Roberto,
que no había tratado a Néstor antes en persona, tuvo ganas de ser de la
partida. Una vez al mes, a media tarde del sábado, partíamos del bar del centro
a la Santa María de Corrientes y Olleros, Chacarita. Enseguida se unió Mariano
Fiszman, que estaba en las mismas que Hugo y yo, sosteniendo con dificultad el
a solas. Alguna que otra vez vino también Liliana Guaragno, que por su parte
había hecho de las suyas por impulsar lectura Sánchez. Esos encuentros
continuaron hasta que Néstor fue a parar al otro lado de Corrientes, el
cementerio de la Chacarita. Nunca más volví a la Santa María hasta que no hace
mucho con familia terminé entre idas y vueltas recalando a pizza ahí. Tristeza cementérica. Las sillas y las mesas me
temblaban. La pizza parecía llorar.
Aquellos años de la Santa María los cuenta
Mariano tan bien en “Cabezón 2915” que me considero escrito ahí y no siento
necesario agregar nada.
Tan sólo otro vil avatar monetario
ilustrativo acaso. En el ’97 por empuje de Raschella empecé a traducir para
Losada. El director editorial, Jorge Tula, era asesor del diputado Alfredo
Bravo. Por una dura historia familiar relacionada con entorno de otra vez mi
tía Marta, yo sabía de pensiones graciables que podía otorgar un diputado. Tula
gestionó, Bravo aprobó, Néstor tuvo la suya. Tiempo después murió la madre. A
Néstor le tocó por eso otra pensión. Dos pensiones que sumadas no excedían en
aquel momento la línea de pobreza. Pero normas burocráticas o quizás algún
ajuste económico no las permitieron dobles. Le sacaron la graciable. La pensión
para escritores que por ley llegó tarde para él años después se inspiró entre
otros en su caso. No será lo único que le llegue tarde.
La muerte me toma la sopa, decía Néstor. Días
atrás, releyendo Quasimodo después de un par de décadas, encontré esto
(traduzco):
No me preparo a la muerte,
sé el principio de las cosas,
el fin es una superficie donde viaja
el invasor de mi sombra.
Yo no conozco las sombras.
Cierta trágica serenidad imposible en
Néstor sobre la materia. Pero tomar la sopa e invadir la sombra son imágenes
afines. Así se me aparece a veces Néstor Sánchez, en la sopa y en la sombra.
Soy despadrado
y desmadrado desde el fin de la niñez. Destiado
de Marta desde abril el más cruel del ’95. Desnestorado
desde abril del 2003, hace en este momento diez años y apenas ahora puedo
balbucear estas cosas. Uno se rejunta sustitutos de a pedazos por ahí y los
amontona en un rompecabezas imposible. Otra juntidad
espeluznante. Mi viejo me dejó una vara alta para medirme en ética. Pocos con
tendencia a casi nadie la sostuvieron a esa altura como Néstor.
Se me aparece a veces en el tenista Gaël Monfils o
el futbolista Mario Balotelli (con perdón de Néstor: que yo sepa, el único
deporte que le interesó fue el turf en la juventud tanguera). Veo en ellos algo
de su aspecto y espíritu: negros (algo de negritud lejana habría, pues, en los
rasgos de Néstor así como en su jazz) más o menos altos (Néstor andaría por el
metro ochenta y cinco) con un talento inmenso que no pueden gobernar y en los
ataques de furor se les vuelve en contra. Como a Maradona a su manera.
La escritura de Néstor es como el gol de
Diego a los ingleses en una versión Hueso Houseman: evitando él mismo su propio
gol sobre la línea y eludiendo de vuelta a todos los contrarios en sentido inverso
y otra vez y así sin parar hasta que termina el partido. ¿Qué importa el
resultado? È una festa la vita
(Siberia al final).
Lo que me pasó leyendo sus novelas, en
aquel momento sobre todo con Orsinis,
hoy tal vez sería más con Siberia o Cómico, ese estado de orgasmo electrochocado insoportable mucho rato de
corrido, me atravesó una sola vez más en toda la literatura argentina que hasta
ahora leí: con Diálogos en los patios
rojos de Roberto Raschella, novela en absoluto menos “oscura” o misteriosa
o enigmática que cualquiera de Néstor. Peras sin olmo. Pero con alma. Hay que
leer lo que hay ahí, inmenso iluminado, en vez de oscurecerlo de lo que no es.
Sánchez es Coltrane, Raschella es Mahler (no sé tanto de música como me
gustaría, guitarreo sobre cierta base); Sánchez es el blues de Siberia Villa
Pueyrredón, Raschella el sur porteño marcado de italiano. Más allá de las
infinitas diferencias (hay individuo, hay personalidad), las operaciones son
afines: los dos van a poema antes que a historia; a voz y ritmo en mitificación;
a un lenguaje que vale por sí mismo, por su propio espesor, antes que por lo
que cuente. No porque se niegue a contar, sino porque lo que cuenta encarna en
ritmo.
Leo el principio de Nosotros dos:
La tarde en que me asomé definitivamente a esta
ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién
tendidas; lo supuse porque había aire y no se movían en la soga.
Hay que asomarse a esa ventana. Leer,
incluso salteado si a uno le da la gana. Visitar y revisitar. Degustar cada
frase, cada ritmo.
Leo el final del primer párrafo de Siberia:
... todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para
incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad
marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores.
Zeugma muy Borges esa conjunción de “el
hollín y los despertadores”.
Visito un párrafo de mi recuerdo en Orsinis, la muchacha que hace hoguera de
sus obras manuscritas:
... Batsheva
con un palo viejo que conservaba restos de caca de gallina: removía y remueve
los papeles ahumados y las primeras cenizas de papeles que, empelotados y
siempre volátiles, se desdramatizaban entre las llamas.
No cito acá por demasiado extenso el largo
párrafo final de Cómico, uno de mis
preferidos y siempre recordados. El personaje asciende los ciento ochenta y
siete escalones de piedra de la catedral de Notre Dame y, en “una
veleidad aérea repentina o en todo caso (...) cierta manía secreta pacientemente
alimentada y al fin de cuentas realizable”, se lanza al vacío y acaba
estrellado contra el piso, “a tan pocos pasos de la única vidriera abarrotada
de un negocio oscuro y hasta si se quiere apacible de souvenirs”. Lo último en novela escrito en Néstor: un suicidio
magistral y lo demás es silencio.
Néstor Sánchez inventó su propio género y
lo llevó a la perfección. Novela poemática o como quieran llamarlo. Es Néstor
Sánchez y el molde se rompió. Es poema, es música, es novela pero no introducción-nudo-desenlace.
Como la anécdota Berón que recuerda Hugo Savino en su necesario Néstor: el tipo
cantaba, hacía música, y si alguien se quejaba de que no entendía la letra, lo
mandaba a leerla en la revista El alma
que canta. Como canta el alma de Néstor.
Es perfectamente admisible y hasta deseable
que a alguien no le guste. A unos cuantos incluso. John Coltrane seguramente no
habría llenado River diez noches seguidas. Pero sus degustadores tienen el
derecho de escucharlo.
Tal vez haya sido error nuestro buscar
editoriales grandes. Personalmente me dejé quizá tentar por cierto acceso más o
menos allanado como autor a una y como lector informante a otra. Uno en babia tiende
a pensar que a escritores grandes, editoriales grandes. Pero las editoriales
grandes son editoriales grandes porque hacen negocios grandes. Una editorial
con autores grandes y ventas chicas es una editorial chica. Si coinciden, como
raramente, ventas grandes con autores grandes, tanto mejor. Pero si no, ya
sabemos a qué lado se inclina la balanza. That’s capitalism, como dice mi amigo
americano.
Fue decisiva la insistencia y persistencia
de Claudio, el hijo de Néstor. Ahí fueron abriéndose al fin las puertas de
editoriales chicas que tomaron la posta y lo pusieron otra vez en librerías. Ahora
hay que leerlo, como siempre. Menos mito y vida rara y más lectura. De corrido,
de a ratos, salteado, para siempre. A como dé lugar.
Escribir en estado de peligro
Reportaje
de Leonardo Longhi a Néstor Sánchez publicado en la revista digital La idea fija, en 2000:
fui
un buen lector de poesía más que de novelas. pero no me fue dado el poema.
entonces opté por una escritura poemática, sin darle mucha importancia a la
anécdota ni a los personajes, sino más bien al tono del libro. como si el libro
en su totalidad fuese un poema: cada capítulo un verso.
no
tengo formación universitaria: mi aprendizaje fue personal, sobre la marcha. a
medida que escribía iba quemando etapas. era una escritura vinculada a la
improvisación jazzística: a medida que quemaba etapas tenía la certidumbre de
que ya no se podía volver a escribir eso que había escrito, y se reiniciaba un
período de pérdida: iba pasando el tiempo de escritura, iban muriendo más
autores conocidos: me quedaba más sin nadie.
en
mi escritura había adhesión al surrealismo, a la beat generation. también fue
importante en su momento la aparición de rayuela, un intento poemático:
'¿encontraría a la maga?' esa proposición del primer capítulo no deja de llamar
la atención. pero esa influencia, muy visible, llegó nada más hasta 'nosotros
dos' (un libro que fue muy bien recibido por cortázar). después me quedé sin
ciudad: cuando terminé 'siberia blues' y estaba corrigiendo las pruebas de
galera me dí cuenta de que un proceso de vida había terminado, que el país no
alcanzaba, que necesitaba abrir fronteras y al mismo tiempo necesitaba
vincularme con otras fuentes culturales.
noté
en esa época la misma resistencia que noté después siempre a mis libros.
justamente el propósito 'poemático' y el no vincularme a una tradición
literaria eran cosas que creaban una especie de desazón en la crítica. no fui
'bien recibido', digamos, por la crítica oficial. a mí me obsesionaba lo
lumpen, palabra que sufrió una especie de degradación. ahora 'lumpen' es un
insulto, pero en mi época tenía una connotación no conformista. después de
'siberia' viajé a chile y perú, y en esa apertura que me propuse me vinculé con
el zen. después volví a la argentina, escribí "el amhor, los orsinis y la
muerte" y volví a irme, ahora a los estados unidos, con una beca.
en
mis libros hay también una gran resistencia a la novela como forma tradicional,
basada en el suspenso, lo que saben los personajes, el concepto del 'escritor
dios' de que hablaba el objetivismo (ese que sabe lo que pasa por la cabeza de sus
personajes y sabe todo lo que pasa en la historia). yo parto de la premisa
contraria: empiezo la escritura sin saber hacia dónde voy. la novela se va
haciendo a medida que escribo. de ahí el tema de la improvisación, el jazz como
música lumpen: todo músico de jazz es un lumpen en potencia, un marginal.
también
hay esa nostalgia que está ya en 'siberia blues', la nostalgia de un maestro.
es lo que me predispuso a gurdieff, sin saber siquiera de su existencia (conocí
su enseñanza después, en perú). en una bibliografía que me había dado un amigo
en lima sobre temas del oriente el primer libro que figuraba era 'psicología de
la posible evolución del hombre', de oupensky. ahí empezó. yo no iba en su
búsqueda: nos encontramos, gurdieff y yo. mirado desde afuera, mi encuentro con
gurdieff parecía decidido de antemano. allá me vinculé con la enseñanza;
después volví y tomé contacto con un instructor hasta que me fui a estados
unidos.
no
pude soportar iowa: me fuí antes de que terminara la beca. en venezuela me casé
nuevamente (o 'hice pareja'), después estuve unos meses en italia y recalé en
españa, donde se dieron las condiciones para escribir 'cómico de la lengua'. no
había retomado el 'trabajo' de gurdieff, quedaba esa nostalgia de llegar a
parís, a un centro donde estaban los que habían sido sus alumnos. de modo que
terminé 'cómico de la lengua' en barcelona y viajé a parís. en esa época estaba
muy vívida la idea del suicidio, no me quedaba casi nada por qué vivir, la
literatura no alcanzaba como excusa de vida. por eso en 'cómico...' siento que
doy un testamento de ese estado: el suicidio de chavarría (que se contacta con
el maestro) y la muerte de barcia (que escribe la novela) al final del libro
demuestran claramente cuál era mi intención: los dos personajes eran yo.
en
parís tuve una fantasía sobre la muerte de gurdieff. hay una frase de don
genaro a castaneda: 'éste (por don juan) tiene trescientos años'. y esa frase,
una frase simple, leída al azar, se conectó en mí con la idea de un fingimiento
de la muerte de gurdieff. sospeché que en un plano esotérico determinado podía
existir la posibilidad de conquistar más vida, y esa sospecha se hizo carne en
mí, un poco como respuesta a la situación cada vez más insostenible de la
muerte: avanzaba la edad, la muerte se me venía encima y no quedaba nada.
con
el final de 'cómico de la lengua' hubo asimismo un final de un ciclo de
escritura: desde el punto de vista del 'trabajo' me parecía inmoral seguir
escribiendo. para eso había que tener el nivel de conciencia de un maestro, y
yo no tenía derecho ir más allá de esos límites ni de usar la experiencia del
'trabajo' para mi escritura. estaba la muerte de nuevo, se había tragado todo.
en
esa época también me interesaba mucho como 'maestro' el don juan de castaneda,
pero era una locura ir a buscarlo a méxico. me quedaba eso o ir a la india a
aprender filosofía (la vida era un vacío muy grande). después me vinculé con
otro instructor del 'trabajo' que fue una influencia muy fuerte para mí. estuve
con él dos años, y después viajé a estados unidos nuevamente. viví allá ocho
años como un clochard, en una especie de locura sistemática que tuvo un punto
de partida en el 'trabajo' (sobre todo en el libro de gurdieff 'relatos de
belcebú a su nieto', una influencia muy grande en mi vida). en realidad fuí a
buscar a un maestro, y cuando lo encontré no pasó nada. de nueva york decidí ir
a los ángeles, donde estaba castaneda, pero no lo pude
encontrar y así fueron pasando años, en un estado alto de conciencia, si se
quiere, pero en una gran soledad.
gurdieff
habla de 'trabajo consciente y sufrimiento intencional', y yo en estados unidos
procuré hacer las dos cosas: había roto con todos los lazos de la vida
ordinaria, no había libros ni máquina de escribir ni nada. había una fuerte
relación con una noción de 'influencia', de una conciencia más alta
descendiendo hacia uno y de un compromiso total en respuesta a ella. como dice
gurdieff: 'cuando uno empieza a trabajar sobre sí mismo todas las cosas le
hablan'. yo tenía la sensación, la de vivir relacionado con esa 'influencia'.
por supuesto, estaba enfermo pero no me daba cuenta. vivía en circunstancias
muy difíciles, muy dolorosas, y no sabía que había pasado el límite de lo que
se puede admitir para el sufrimiento. empezaron a aparecer voces en mí,
síntomas de esquizofrenia, y tuve que ponerle fin.
la
certidumbre de gurdieff es que el hombre está dormido y tiene que despertar.
por eso con los instrumentos del 'trabajo' se verifica la falta de atención en
el nivel de la vida ordinaria. esa idea participaba en mucho de lo que yo hice
por entonces. los ejercicios que aparecen en el 'diario', como usar sólo la
mano izquierda, etc, eran formas de buscar un estado de atención, como en la
relación del discípulo con el arco en la arquería japonesa. la atención como
algo tangible, o en todo caso una falta verificable. por eso en estados unidos
me atraía la presencia del ritmo en los negros, ese estado de atención sobre el
cuerpo.
esos
años escribía notas y después las tiraba, eran sólo una especie de apoyatura.
cuando volví hice crisis y escribí 'la condición efímera'. fragmentos de
aquellas experiencias aparecen en 'diario de manhatan'. su no hubiera escrito
ese relato podría haber sucedido mi novela: la historia de los ángeles y nueva
york. pero la resumí ahí, en el 'diario', y se terminó. el recurso del diario
íntimo y de las anotaciones fue algo viable para mí, porque el diario se escribe
con facilidad: se hacen 'cortes' y se pasa a algo distinto sin dar
explicaciones (solamente la fecha la escritura).
ahora
el peligro era que mi posición se volviera profesoral, la de apoyarme en mi
aprendizaje para influir en los demás. por eso llamé a ese ciclo de escritura
'disyuntiva ética': había que asimilar y tolerar el aprendizaje para hacerlo
posible. ya no se trataba de escritura poemática ni nada por el estilo, sino de
una finalidad ideológica que siempre me había negado a tener. por eso escribir
era 'inmoral'. el último relato, 'devociones', lo escribí pensando que ya no
iba a escribir. por eso cierra el libro: quedaban las devociones, nada más.
ya
no veo escritura posible para mí. como dije, se terminó la épica. para poder
escribir tendría que recurrir a mi pasado en los estados unidos, y eso ya está
hecho. es una situación extrema en la que estoy: si la escritura se vincula con
la vida, la vida que llevo es muy monótona, y en el camino de la vejez se
convive con la muerte, no hay solución. mi actitud frente a la escritura fue
siempre la de intentar llegar a algo que estaba más allá, algo inalcanzable.
ahora me quedé sin nada.
CABEZÓN 2915, por Mariano Fiszman
“… no rescato nunca hechos significativos…”
N. S.
Estoy por tocar el timbre de la casa de Néstor Sánchez por primera vez. Es el año 92 o principios del 93, lo que me acuerdo bien es la hora por su manera de decir “a las doce” en el teléfono haciendo sonar todas las consonantes a fondo y la o profunda, un poco a lo Riverito. La casa, baja, la primera desde la esquina, tiene un frente de mármol claro, puerta de chapa con un rectángulo vertical de vidrio oscuro en el centro y dos ventanas a los costados, las celosías cerradas siempre. El timbre suena fuerte, se enciende una luz a través del vidrio, el cuerpo atrás de la puerta lo oscurece, abre. Néstor es alto y corpulento, usa la ropa de los viejos del barrio, alpargatas con suela de goma, pantalón de tela liviana con elástico y camisa. Nos damos la mano, me hace pasar, nos sentamos alrededor de una mesa baja, carpeta tejida, en los sillones del juego de madera oscura, de estilo, duros, con apoyabrazos, cada uno ocupa el lugar que va a mantener después durante años, yo a la izquierda de la puerta, frente a la pared descascarada y el cuadro de Gorriarena y él a mi derecha, enfrente de una biblioteca también de madera oscura con tres puertas de vidrio y cortinitas que no dejan ver adentro, a mitad de camino, él, entre la puerta de entrada y otra, la que esconde el resto de la casa sin terminar de filtrar las voces de mujeres, los tangos de radio, el olor del bife o las milanesas cocinándose. A sus espaldas enmarcada la foto infantil. Hablamos de literatura, del barrio y sus personajes, que conozco bien porque viví casi toda la vida en esta misma manzana, justo a la vuelta, sin saber que esta era la casa de Néstor Sánchez, al lado de la pescadería que para nosotros sigue siendo la farmacia aunque cerró hace quince años, y cuando más adelante me presente a su madre la voy a conocer de haberla visto barrer la vereda. Pero si en la charla hay entusiasmo es mío, y es mudo. Néstor se sienta erguido y saca cigarros del bolsillo de la camisa, Particulares 30, fuma en silencio. Su cara es redonda y grande, como sus ojos, y la boca ancha. Tiene una sonrisa enorme, contagiosa, se ríe con toda la cara, asintiendo, y los ojos le brillan intensamente. Otras veces la mirada se opaca, apagada, el contraste es grande. Me veo obligado a llevar adelante la conversación, no es mi juego y lo hago torpe, pregunto por ejemplo si esa foto que se ve es de la nieta y me dice que no, que es el hijo, o pregunto fechas, tratando de situar su viaje en el tiempo, y me dice ah, no sé, yo de años no sé nada, meneando la cabeza con los ojos cerrados, como si lamentara no poder ayudarme. Le pregunto qué lee. Casi nada, dice, con la misma desolación, Joyce, “Estoy preso en esta escena ardiente”, cita, y se le ilumina la cara. De Claude Simon hay un libro que está bien, El viento, una edición de Fabril, de tapas duras. No lo conozco. En el silencio, se pasa las palmas por los muslos, cruza los brazos, mira fijo la biblioteca, respira pausado y de pronto hondo y suelta todo el aire con un soplido fuerte. Tiene el mismo pelo con el que aparece en las fotos de joven, sin canas, ondulado, bien peinado, y un gesto repetido de alisárselo con la palma, no a los costados, no por coquetería, sino la parte de arriba, unas palmadas, como achatándolo. En cambio la dentadura es postiza, parece que le molesta, todo el tiempo la acomoda y corrige con la yema del pulgar. Cuando su reloj de malla negra y agujas sobre un fondo blanco marca una menos cuarto me dice que se tiene que ir a comer. Llamame, dice. Nos volvemos a dar la mano y salgo.
Ese esquema de visitas se repite un par de años, siempre día de semana, siempre a las doce y hasta la una menos cuarto. Néstor no ve a casi nadie, no lo llaman. Dice que es traductor de inglés, italiano y francés pero que no le dan trabajo, es una mafia. ¿Escribe? Ya no. Estoy seco, dice, sin expresión, sólo confirmando el hecho. No escribe porque no tiene una épica. Antes tenía una épica, una épica de vida, y esa vida se volcaba en la literatura. ¿Ahora de qué voy a escribir, de la vejez? Le dejo una copia de algún cuento que estoy escribiendo, él la hojea y la guarda en esa biblioteca que me empieza a intrigar con sus cortinas. Lee y llama enseguida, no es complaciente ni jodido, ninguna pretensión. Hablando de un cuento, dice que le pareció parte de una novela, y yo a partir de ahí arranco mi primera novela, como si me hubiera dado permiso o hecho creer que estaba en condiciones. Como estoy por irme a Francia por un tiempo largo, le preguntó si hay alguien a quien pueda ir a ver. No. Estaba Beckett, lástima que murió. Después no pasa nada, y repite el gesto desolado.
Cuando nos volvemos a ver nos reímos de los parisinos y del clima, de Paris no. En la biblioteca del Pompidou encontré sus libros, editados por Gallimard en los setenta. Estaba Cómico de la lengua, pero prefiero esperar a leerlo en castellano. No tengo ninguno, dice Néstor, se perdió todo. Sí leí El viento, y también encontré, medio de casualidad, a un lingüista argentino con el que cenamos un par de veces en la rue Dunois, fuimos a bares y a la presentación de un libro de poesía en idisch en una librería del boulevard Saint Michel con buen vino y comida y un borracho gritón con su perro al que nadie se animaba a echar, y cuando el lingüista me pregunta a quién leo le digo, para desalentarlo, Néstor Sánchez, entonces el tipo se ahoga con el Bordeaux y dice que Néstor lo inició en la literatura a los quince años, era novio de la hermana de uno de sus amigos, educó a toda la barra, nunca más lo vio, me pregunta o me dice, como se dicen esas cosas, si no estaba internado. Esa noche somos dos personajes de Néstor Sánchez buscando a nuestro autor.
En Cabezón y Nazca, a las doce, cada uno vuelve a su silloncito. Un día aparece recién levantado, en pijama celeste de pantalones cortos y camisa con botones blancos, solapas y un bolsillo para los Particulares, y chancletas con dos tiras de cuero en equis, como otros vecinos de esta cuadra no hace tanto, a lo Siberia. Las novelas las escribió en un año, catorce meses cada una, no más. Era como un ciclo. El tiempo siempre presente, la fecha de escritura de la novela al final, su rúbrica. Escribía ocho horas diarias todos los días. Cuando se escribe la novela es todo el día y toda la noche, hasta en los sueños. Antes que los personajes envejezcan, dice. El tiempo y la muerte. Cuando le pregunto por el barrio, dice muchos muertos. ¿Ruido? ¿El 90 que pasa por la puerta? No, muertos, se está muriendo mucha gente. Pregunta por Martini Real, de qué murió. Me avisa que murieron Burroughs y Ginsberg, dudo si es reciente o pasó hace mucho y me olvidé, o si ya me lo dijo. Sigo dejándole mis textos. Aparece en La ballena blanca un viejo artículo suyo sobre la novela y le pregunto, buscando las palabras, por algo que él dice ahí, si entonces ya contemplaba la posibilidad de dejar de escribir. Si, asiente con la cabeza, ya la contemplaba, y me queda mirando. Ahora había empezado una novela pero la abandonó. Setenta páginas. No le gustaba. Me muestra una antología de Perfil en la que aparece “Adagio”. Están Macedonio, Lamborghini, Gusmán. Al día siguiente le dan 300 pesos, le da risa, es lo que se paga en las antologías. Leo la reseña, el libro de cuentos es del 88, ¿tanto? Yo también pensé que era menos, dice, con la mano derecha sobre el pelo y ojos muy abiertos. ¿El personaje de “Adagio” es su padre? No, es Juan L. Ortiz. Es el relato de una visita a Juan L. Ortiz, aunque no pasó nada de lo que se cuenta, sonríe. Iban a verlo a Paraná con Hugo Gola. Su poesía le gustaba, pero hablaba mucho, tenía logorrea. Tomaba mate todo el día y anfetaminas. Vivía con un montón de animales, no se acuerda si perros o gatos. Era alto y flaco, y las plumas que usaba para escribir y la bombilla del mate y su boquilla, todo era fino y alargado. Voy rearmando su itinerario. Perú, ya metido en Gurdjieff, Venezuela, Monte Ávila, la traducción de Muerte a crédito, con eso se pagó los pasajes a Europa, Italia, España, en esa época andaba bien, llegué a tener auto y todo, después Paris, siete años y Estados Unidos, ocho, en total veinte años afuera. Lo invito a cenar alguna vez a mi casa. Queda en pensarlo. Al centro no voy, dice. A todo lo que está más allá de Chacarita, en Villa Pueyrredón se le dice el centro.
Empiezo a verlo afuera, en un café de Chacarita justamente, adonde se reúne los sábados, a las cinco de la tarde, con Raschella, Hugo Savino y Pablo Ingberg. Hasta acá Néstor viene de zapatos y jeans, y ahora nos saludamos con ese abrazo porteño con choque de mejillas. Entre otros recupero un poco mi silencio, se habla de tango y de jazz, de escritores que no conocía, José Agustín, El oro, de Cendrars, Kerouac, “Y yo me vuelvo a casa, habiendo perdido su amor. Y escribo este libro”, cita Néstor, le brillan los ojos, cuenta cuando fue a Big sur, ilusionado, creyendo que lo iba a recibir una colonia de artistas pero no había dónde quedarse ni cómo volver, un desastre, se entusiasma con Molina, “Bañándome en el río Túmbez un cholo me enseñó a lavar la ropa”, si alguien nombra a Saramago él pregunta quién es, de Borges le gustan la Historia universal de la infamia, El Aleph y Otras inquisiciones, lo entrevistó en la Biblioteca antes de irse, la secretaria tres veces interrumpe “Borges, teléfono”, y el viejo “le dije que aparentara que era un hombre ocupado pero creo que está exagerando”, y el sábado que estaba en la cama antes de ir al bar y se le apareció un recuerdo olvidado de esa entrevista, un flash, él con Gurdjieff y con Ouspensky, hasta que Borges lo interrumpe “¿usted es teósofo?”, la risa de Néstor nos hace felices, escritura en estado de gracia, como cuando escribía, a veces estaba escribiendo un capítulo y se le armaban los seis siguientes, anotaba, después del seis al doce, la novela se iba armando sobre la marcha, un esqueleto después la escritura, para los personajes nombres de jugadores de primera C, Orsinis se iba a llamar La juntidad espeluznante, Cómico por los cómicos de la legua, trashumantes que recorrían América, además en esa época como una manera socarrona de dirigirse, “qué hacés, cómico”, o “éste es un cómico”, escrito en Barcelona algunas partes que salían directas a máquina otras a mano, anotaciones en papeles sueltos, con letra grande, a veces escribía “con trago”, de noche, en un bar vacío, el dueño un fantasma, de mañana las pasaba a máquina, Chicago vista un sólo día, el viaje en auto ida y vuelta desde el aburrimiento profundo de la residencia para escritores de Iowa, la gente que escribe “temas” y la imposibilidad de escribir una novela con personajes que no tengan nada que ver con uno, como un militar, qué se yo cómo es un militar, para eso hay que ser novelista (peyorativo).
Cuando muere la madre queda solo, la casa se me abre, de la sala pasamos al comedor que corresponde a la otra celosía que da a la calle, juego de mesa y sillas tapizadas y vajillero, la cama de Néstor, pastillas sobre la cómoda, atados de Particulares, monedas, páginas de cuaderno llenas de su letra cursiva, de ahí a la pieza que era de la madre adónde están el teléfono y el televisor y un diploma que imita un pergamino con caligrafía cuidada y muchas firmas. Los muebles, artefactos, cuadros, adornos, todo es de hace treinta años, todo mantiene su lugar. Lo desperté. Se peina y tomamos mate en la cocina oscura, uno a cada lado de la mesa, yo de espaldas a la heladera, él cerca de la hornalla encendida a mínimo, un reloj cuadrado de fórmica imitación madera clara y la inscripción Aconcagua nos vigila. Néstor es muy puntual. Se acuesta temprano, se levanta tarde, duerme siesta. Me aburro, como no escribo me aburro. Sin dientes se parece a Benedetti. Querían meterme en el boom y yo me fui a la mierda. Se ríe de Vargas Llosa, “la luz entró en el cuarto como un cuchillo en la carne”, Carlos Fuentes codeándose con presidentes y embajadores. ¿Hoy pasa el basurero? Tiene que sacar ramas a la calle, a la mañana estuvo el jardinero. También la chica que limpia. Se nota, ¿no? Igual vos sos ordenado. Si, soy ordenado. La cocina da al jardín por una puerta de alambre tejido. Salimos. El contraste con la casa golpea. El jardín es una isla de claridad. El pasto, las enredaderas sobre las paredes, muchas variedades de plantas y flores, a un costado hasta un banco de madera, todo crece fuerte, cuidado, alegre, mágico.
Aparece lo de la computadora, dice que sí y en el café nos ilusionamos, ¿y si empieza de vuelta? Un sábado al mediodía llego a Villa Pueyrredón en remise y me está esperando en la puerta de su casa. Bajamos la máquina del baúl y dejamos todo sobre la mesa del comedor. Preparó bifes y una ensalada de lechuga bien condimentada, hay pan lactal, fruta, tomamos cervezas hablando de Alberto el almacenero, de Fanego, salimos a buscar una ferretería abierta por el barrio para comprar una zapatilla, el nombre del artefacto lo hace reír, caminamos por Cuenca abajo del sol, le gusta caminar, las calles están vacías, mantiene la espalda recta, el paso un poco rígido pero elegante. Empezó a escribir de chico, en el colegio, tenía aptitud. Redacciones, cartas. A los dieciocho años un maestro le dijo que escribiera. ¿Un maestro de escuela? No, un maestro, un tipo. No había terminado la secundaria, a los dieciséis años estudiaba en el Normal Mariano Acosta cuando murió el padre, dejó la escuela y fue a trabajar. Al ferrocarril. Retiro. El padre y el tío eran ferroviarios. Tiene un hermano ocho años menor que vive en Italia y también escribe. El padre parece que escribía también, era muy lector, a Néstor le quería poner Florencio, Florencio Sánchez, se ríe, por suerte después lo convencieron. Primero escribía poesía, después dejó. No se me da la poesía, me pongo filosófico, me voy por las ramas. En cambio, creó esta escritura que llama poemática. Pero sus relaciones siempre fueron con poetas, no con narradores. Era amigo de Aguirre, Bayley, Madariaga, Molina, Ortiz, Gola, Alonso. Le gusta mucho Molina, más que Girondo. Es más denso, Girondo no es un gran poeta. Cuando él lo conoció, a través de Madariaga, Girondo andaba en silla de ruedas, lo había atropellado una moto por Florida. Era muy mujeriego, hacía grandes fiestas. De Bayley dice que necesitaba la murga, y que él se fue, no lo soportó. Fueron los primeros lectores de Nosotros dos, a la novela no le dieron el premio en el concurso de Primera Plana porque dijeron que tenía influencia de Cortazar. A Cortazar no lo conocía, le había enviado la novela a Paris y él escribió una carta fuerte de recomendación para Sudamericana, y discutiendo lo de su influencia. Así entró a publicar. ¿Cortazar? Le había pegado mucho Rayuela. También Marechal, Adán, pero más todavía El banquete.
Cada dos o tres sábados en el café, con Pablo, Hugo y Roberto, ahora algunos asados, otra noche en una pizzería brindando por los libros que aparecen y la perspectiva de que por primera vez se va a editar Cómico de la lengua en Argentina, ese fin de año todos juntos en la casa de María Teresa, pero al mismo tiempo en el comedor oscuro clases de computación que los dos queremos que terminen rápido para ir al bar de Mosconi, a cinco cuadras, adonde va todas las tardes. Entrando, levanta el brazo derecho y muestra la palma de la mano junto a su cara y cabecea apenas. Alfredo, el mozo, le trae un sifón y dos vasos, uno lo llena hasta el borde de vino Toro que Néstor va estirando, cuando se le termina el mozo se acerca y le vuelve a servir. La reacción rápida, sin necesidad de palabras, la precisión de cada gesto. Pregunto por las drogas. En esa época en Buenos Aires había droga por todas partes, estaba a la orden del día. Tomó eso que estaba dando vueltas para Orsinis, pero él no la usaba. Una sola vez fumó y le hizo mal, se separó en cinco, no sabía donde estaba. El verbo como en ingles, usar marihuana, usar cocaína. En el televisor pasan un amistoso Holanda-Brasil, le causa gracia que conozca los nombres de los jugadores. Desprecia el fútbol a favor del turf, aristocrático, aunque es de River y los domingos en la casa escucha los partidos por radio. Le divierte mucho el apodo Muñeco, de Gallardo, por la cara que tiene. Atrás de las mesas juegan al billar. Jugaba de chico, de prohibido, después ya no. Lo que sí le gustaban eran las carreras, y la quiniela. Ahora es imposible, hay carreras todos los días, y sorteos, lotería, quini, loto, raspadita, provincia, nacional, uf, sopla a través de los dientes. Para jugar a las carreras hay que estudiar, hay que leerse la revista. Una tarde en el café de Chacarita, hablando de las carreras, dice ese fue mí vía crucis. Y que en Paris trabajaba de mañana en Gallimard y a la tarde iba a las carreras. ¡Tres mil quinientos dólares en Boulogne! Además estaban Saint Cloud, Auteil, que era de vallas. Y también el póker, con Mariani y Juan Carlos Martelli. O en vez de ir al bar de Mosconi compró dos botellas de cerveza y yo traje una de wiskie y cuando salgo de su casa es de noche, es invierno, necesito mucho caminar, las frases se agolpan, ¿un Gorriarena puede valer 40 pesos?, meo en los pastos de una vía por Monroe, en Triunvirato y Olazábal subo a un 127 y me despierto en Boedo e Independencia, salto al viento frío, a un taxi, cuando se lo cuente va a sonreír con la punta de la lengua entre los dientes y los ojos muy abiertos brillándole.
La casa es alquilada de toda la vida, ahora por el hijo del antiguo dueño. Sólo, le queda grande, y piensa buscarse otra más chica o una pieza. Le da vueltas al asunto. Una de las últimas tarde que voy, me dice que si se muda va a tener que desprenderse de los muebles, también de la biblioteca, y que elija qué libros me quiero llevar. Abre las puertas. Veo uno o dos estantes con libros. El único que quiere conservar, además de los suyos, es la antología del surrealismo creo que de Pelegrini, un volumen gordo de Fabril, por el poema de Daumal “Hechos memorables”. Me lo hace leer, “Acuérdate de tu guardián”. El texto está marcado con algunos puntos negros al margen, tiene correcciones a la traducción, algunos yo tachados. Resaltan tres Cómicos, y un Nous deux del 74 que le mandó a la madre desde Paris, con una dedicatoria cariñosa de tono tanguero. Son los únicos ejemplares que tengo. Después, el resto, libros de conocidos, curiosidades, un Alambres dedicado con devoción por Perlongher. Abochornado, al final elijo El conocimiento silencioso, de Castaneda. Hablamos de Castaneda, le pregunto por Gurdjieff, dice que es muy complicado, que no quiere saber nada con eso. A mí me llevó a la locura. Un mal camino. Si, asiente, un mal camino.
Lo seguimos encontrando cada mes en el café de Chacarita. El cinco de abril lo vemos ahí, en algún momento de la charla pide si alguien le puede conseguir un almanaque grande, que se vean bien los números. Dos semanas más tarde me estiro hasta Villa Pueyrredón por última vez, es un lindo domingo de otoño, bajo del 90 por adelante y las piernas me llevan solas, paran frente a la puerta de chapa pintada de beige, acá quisiera que me dejen, al sol, con un pie sobre el umbral de mármol y a punto de apretar el botón de bronce mudo, mirando la chapa 2915 blanca, su borde de óxido que avanza, detenerme antes de ir al kiosco de a la vuelta, antes que salga la mujer se ponga una mano sobre la boca y diga que era tan correcto, un señor, que a los vecinos les extrañó no verlo, uno notó que la llave estaba puesta, habrán entrado, más tarde voy a entrar yo a una estación de servicio y voy a hacer los llamados, mañana en la comisaría 47, en Judiciales, el sargento primero Méndez, todas son escenas y nombres de una novela cómica escrita por él, pero ahora, en este instante, lo que yo quiero es parar el tiempo, que nada de esto pase, tocar el timbre y que suene, que la luz no esté desconectada, que no haya este silencio, se abra la puerta y aparezca Néstor Sánchez.
Mariano Fiszman
www.marianofiszman.blogspot.com
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