Pocos escritores argentinos se aventuraron tan lejos como Néstor Sánchez. La edición argentina de Cómico de la lengua, su última novela, publicada originalmente en España en 1973, es una buena oportunidad para iniciarse en su lirismo kamikaze.
No es fácil escribir sobre Néstor Sánchez. Nada fácil. La indocilidad, el frío de los dedos; las palabras no salen, quieren salir, sí, pero no salen. El cerebro, nulo. Las ideas se mezclan, chocan, se disgregan, chau, no están más. Las frases asaltan el cerebro, lo acosan, pero así como vienen, se van, se hacen humo, hilacha. No duran. Y no hay de dónde agarrase. El “hilo” no aparece. Nada. Contagio Sánchez, pareciera. Ese intentar asirse, entonces, a algo, a lo que sea. Porque en Sánchez es eso, es sentir eso: como si el mundo con sus cosas se nos escurriera de las manos. Las historias por delante. Y alguien atrás tratando de seguirlas. A destiempo. Los libros de Sánchez son libros de arena. No hay más remedio que entregarse al ritmo, seguir la respiración, improvisar. Ver qué pasa, vamos a ver. Ningún plan. Lo seguimos de cerca, no le sacamos el ojo, pero al menor descuido nos deja a pie, con la mirada en el techo: lo perdimos, ya está en otro lado, siguió su ruta, llevándose con él su lírica crispada, arrítmica, imprevisible. (Después, releyendo, es posible alcanzarlo, sí, pero no logramos tenerlo mucho tiempo a la par: en trance, introspectivo, persiguiendo, como un baqueano, rastros verbales inauditos, Sánchez va siempre varios pasos adelante.) La música, el jazz, frases que son solos (de Coltrane, de Pharoah Sanders, de Ornette Coleman), pero que sin embargo carecen de los aullidos del free. Son, más bien, susurros de la lengua, murmullos atemperados. Ningún énfasis. La prosa de Sánchez no levanta la voz. ¿Para qué? Si igual nadie escucha. Mejor así: escribir para una docena, como René Daumal. Escribir fuera del mundo, borrado, purificando una y otra vez las palabras de la tribu.
Un día a Sánchez lo abandonó la épica y dejó de purificar. Dijo basta, hasta acá llegué, les dejo todo. Había ido demasiado lejos. Su legado: cuatro novelas extraordinarias y un libro de cuentos también extraordinario. A la par de la escritura, su búsqueda espiritual: una serie de viajes por Sudamérica, los Estados Unidos y Europa siguiendo a los grupos de trabajo de Gurdjieff. Vida y literatura: posiblemente no haya otro escritor argentino en el que esas dos instancias hayan estado tan ligadas. “Jamás he escrito una sola palabra que no se refiriera a mí mismo.” Sánchez hubiera podido firmar esa frase de Gombrowicz. Lo demás –ficcionalizar, tramar, construir diálogos, personajes, etc.– es tarea de novelistas. Lo de Sánchez no iba por ahí, nada que ver. Su antinovelismo se emparienta, más bien, con los libros “concienciales” de Macedonio Fernández, cuyo nombre aparece más de una vez en El amhor, los orsinis y la muerte (1969). Escribió novelas, sí, pero en contra: desguazando sus procedimientos tradicionales, sus formas anquilosadas, sus tediosas categorías. La solemnidad le daba urticaria; de ahí que Sartre y sus feligreses le resultaran indigeribles. El boom le dada risa. A diferencia de muchos de sus compañeros de generación –“escritores con tema y con estilo”–, el mercado nunca fue un problema para Sánchez: de entrada le dio la espalda. Como buen heredero de Joyce, de Beckett, escribía lo que se le cantaba la gana. Se corría a un costado y dejaba que las presiones pasaran de largo. Ni siquiera cedió cuando los amigos lo alentaron para que volviera a escribir. Había dejado de creer en la literatura, ya estaba del otro lado. No solamente había perdido la épica, sino que a partir de la escritura de Cómico de la lengua (1973), que coincide con su compromiso cada vez mayor con el “Cuarto Camino” de Gurdjieff, escribir se había vuelto para él una actividad sospechosa. “Todo es vanidad y apacentarse de viento.” La frase del Eclesiastés se le metió en la sangre, en los huesos, como un virus. ¿Escribir?, ¿para qué? ¿Qué más decir? Es que Sánchez, deliberadamente, radicalmente, se había vaciado. ¿Cómo escribir después de haber dado –después de haber perdido– hasta lo que no se tiene? Cualquiera que hojee unas pocas páginas de El amhor, los orsinis y la muerte o de Cómico de la lengua enseguida se da cuenta de que la escritura poemática de Sánchez es una experiencia singularísima con los límites del lenguaje, con sus posibilidades semánticas y sonoras; una experiencia anclada, como pocas, en un presente sin garantías, en una disponibilidad, y atravesada por el bello e imposible intento de horadar el idioma para ver u oír –como quería Beckett– lo que se oculta detrás. Así y todo, hubo un último libro, La condición efímera (1988), que reúne los relatos que escribió durante sus años de errancia por los Estados Unidos. Pero después nada más.
En el trayecto que va de Nosotros dos (1966) a ese último libro, lo que sobre todo se lee es cómo Sánchez, “profundizando en su propio instrumento”, fue adelgazando cada vez más y más sus frases hasta componer con ellas una suerte de escritura del vacío, un tejido de significantes agujereados que resuenan en múltiples direcciones; una lógica “narrativa”, o sea, que nunca responde a los dictados de la cárcel cargosa del sentido. (Por si hace falta decirlo: lo de Sánchez siempre fue la libertad.) Porque si bien en Nosotros dos o Siberia blues (1967), a pesar de que ya están presentes el fuera de foco referencial y los disloques sintácticos característicos de su prosa, todavía es posible seguir ciertas líneas argumentales, a partir de El amhor los relatos estallan, el texto se fragmenta, se desparrama, componiendo párrafos autónomos, ribeteados por líneas en blanco, que pueden leerse perfectamente como pequeños poemas. En Cómico, incluso, esos poemas por momentos adquieren la disposición espacial y la abstracción que habitualmente le atribuimos a la poesía. Por último, La condición efímera: relatos de un lirismo radical –la cuerda del instrumento siempre a punto de cortarse, tensísima, como la soga de la que cuelga el ahorcado– y en los que sólo es posible entrever anécdotas en una segunda o tercera lectura. No es fácil leer a Néstor Sánchez. Nada fácil. “Mi único consuelo de la angustia permanente”, escribió, “fue escribir. Al hacerlo, sólo atiné a recordarles a mis semejantes que se iban a morir a plazo fijo”. De ahí, precisamente, su actualidad, su vigencia. Su literatura sin concesiones no sólo pulveriza, deslumbrándonos, nuestros estúpidos hábitos intelectivos, sino que también nos recuerda –a la pasada, en voz baja, siempre en voz baja– que un día esto se acaba.
Mariano Dupont
(publicado en la revista Los Inrockuptibles, 2007)
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Yapa a la yapa: Acceso al texto de Leonardo Longhi publicado en la revista virtual "La idea fija", año 2000 o 2001:
http://www.laideafija.com.ar/especiales/sanchez/1fatal.html
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