TROESMA, por María Cecilia Mudanó


¿Dónde nacen las palabras, Néstor Sánchez? ¿Quién o Qué nos envía las que vienen a nosotros? Usted habrá querido saberlo también. Durante años las esperó febrilmente porque la invención es la vida del poema. Todo es invención como el Universo, que al mismo tiempo es ilusión ya que no podemos percibirlo en totalidad; dicen que es ilimitado aunque no infinito. Made me a mask.
Usted supo narrarnos su verdad de modo nuevo, una verdad que “no puede ser comprendida por la mentalidad burguesa”, sentenció en un De profundis Saavedra Guillermo.
Recibía las palabras del mar sin límites que tanto lo desvelara. Habrá sido por eso que en cierto momento se orientó en busca del saber sagrado.
Palabras –decía– como en el fragmento magistral de la muerte del loro, de acción precisísima así como el ritmo rutilante, sin cantito.
De sus novelas poemáticas diríase que son historias filmadas por podermiento de un lenguaje que condensa la imagen visual vertida en argentino portuario incomparable.
Yo, a usted, le conté la muerte de Dylan Thomas y le hablé del pie equino de Byron; le doné información acerca de la cantidad de poetas jóvenes argentinos de la década del sesenta, cuyo número –según cómputo producido por Edgar Bayley– ascendía a unos tres mil.
Usted, a mí, me juntó con Joyce, Eliot, Günter Grass, Claude Simon, Madariaga, Pedro Mafia y otros.
Una vez, usted apareció en mi sueño nocturno. Hallábase sentado en una mesa rojiza y brillante de delgados volúmenes, en el centro de un escenario amplio y vacío que veía en alto desde el nivel bastante más inferior en el que me encontraba, al pie de una escalera que descubro en el momento mismo en que voy a necesitarla. Ésta de la escalera es madera clara y también brillante. Veo el vacío por entre los peldaños.
A su término encastra en el escenario, tan ancho como ella.
Usted está esperándome. Viste camisa blanca inmaculada y suéter azul oscuro y, aunque ante mis ojos parece un juez, no me inspira ningún temor, siento respeto y curiosidad. Se le ve serio y tranquilo. Ya era autor de una obra considerable y original.
Entonces, despacio, porque estoy prácticamente en el aire (no hay pasamanos), empiezo a subir. No apareció más en mis sueños.
Después a usted le ocurrió cerrar los ojos (como decía mi padre), sin que nadie esperase semejante cosa y me dejó huérfana de maestro. ¿Por qué, si usted era tres años menor que yo?
Quizá porque allá, en la casa del nacimiento, se dejó caer cuando quedó solo sin siquiera la vieja querida y entre cigarrillo y mate tal vez se preguntara ¿para qué más? Y esperó la muerte sin otra esperanza que la de sentirla llegar.
Dado que no tiene sentido decirle lo que no le dije antes de ese quince de abril nefasto, tampoco lo tiene continuar esta despedida. A veces, usted me visita en mi escritura.
Gracias, Maestro. Adiós, Maestro.


María Cecilia Mudanó

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