El presente diálogo con Néstor Sánchez tuvo como punto de partida la publicación de su libro de relatos La Condición Efímera, Ed. Sudamericana, 1988. Me fue solicitado por un suplemento literario pero luego por motivos varios no llegó a publicarse. Data de febrero de 1989.
Ni Néstor Sánchez quería un reportaje convencional ni yo sabía cómo hacerlo. Ambos estábamos de acuerdo en que es un arte donde no debe evitarse el conflicto, que éste era preferible a la fusión adormecedora. La convención fue monástica: si uno podía escuchar mínimamente a otro, habría leña para el fuego. Este encuentro surgió de abdicar de la formalidad maniatada, sin abandonar por eso el orden retórico de los tópicos, para que un diálogo tenga lugar.
Cabe al lector adaptar las coordenadas temporales, el registro de las señas del mapa cultural del momento, inferir si estas voces que a veces intercambian sus lugares, permiten que pase algo de la obra diversa de alguien que desde su primera línea trazó-encontró-una frontera, un límite desde el cual atravesar esa “maldición escolar” a la que refiere: guardiana de mil caras de un malestar vencido una y otra vez en su escrito que se transforma en sinónimo y causa de un malentendido acérrimo para la “voluntad de consenso”.
L. T.
Néstor Sánchez nació en Buenos Aires en 1935. Publicó hasta el presente las siguientes obras: Nosotros Dos, Ed. Sudamericana, 1966, reeditada por Seix Barral, 1971; Siberia Blues,Ed. Sudamericana, 1967, reeditada por Seix Barral, 1972; El Amhor, los Orsinis y la Muerte, Ed. Sudamericana, 1969, reeditada por Seix Barral, 1972; Cómico de la Lengua, Ed. Seix Barral, 1973; La condición efímera, Ed. Sudamericana, 1988. Tradujo del francés: Nietzsche y el Círculo Vicioso de Pierre Klossowski; Muerte a Crédito de Louis Céline, además de poetas como René Daumal, Balzac, Maupassant y Cesare Pavese. Sus obras Nosotros Dos y Cómico de la Lengua, fueron publicadas por Ed. Gallimard, París en 1973 y 1977.
____________________________________________________________________________
Luis Thonis: Néstor Sánchez, tengo cierta hipótesis sobre su escritura. Pienso que hay una velocidad en sus frases donde reside la dificultad, el desafío de leerlo. No es que vaya rápido, en el sentido de correr. Es más bien lo contrario: la velocidad es la interrupción de un circuito, donde todo circula dócilmente. Ante todo, el de la lengua. Si el lector no capta el ritmo, el no reconocer los códigos habituales, puede dejar de leer. Habría que empezar por la música. En Siberia Blues está el jazz, y el tango. Son, por decirlo así, ataques diferentes.
Néstor Sánchez: En Siberia Blues trato de la memoria del cuerpo en relación a las mitologías populares: el jazz, el tango, la poesía, el baile, el turf. Las extiendo sobre una mesa de disección, como juegos de lenguaje. En mi último libro La Condición Efímera en el relato Adagio para Viola de Amore menciono a Telemann. En Siberia Blues hay una celebración y un homenaje al jazz en tanto improvisación profunda sobre un tema dado. Estas mitologías han sido condenadas a la ley de la entropía. Por eso en Adagio hablo de la historia invertida de una creencia.
L. T.: En la revista Innombrable en el 86 se publicó un ensayo de Liliana Guaragno que indagaba el motivo –más que el tema- del doble en su literatura. Lo vincula con la música, dice que cada vez que hay un cuarteto se produce la irrupción de un quinteto.
N. S.: Eso está muy bien. Pero no tuve ninguna intencionalidad. Si hay dobles en los Orsinis tienen que ver con la recurrencia.
L. T.: Por ejemplo, Heriberto Orsini encuentra, o recurre ¿en Donald Gleason?
N. S.: Sí, hay líneas de vida. Un intelectual tiene un espejo en otro, un gánster en otro gánster, un músico en un músico…
L. T.: Pero se cruzan: Heriberto es un intelectual y un gánster. Hay que estar muy atento y seguir en qué líneas deriva la ruptura de la identidad.
N. S.: Hay líneas indefectibles, definidas, del orden. Pero están las que responden a la fatalidad. En las líneas definidas es lo mismo ser cajero que albañil, o corredor. Son las otras las que aluden al drama de la individualidad.
L. T.: La fatalidad suena un poco al azar en las experiencias no definidas…
N. S.: Son líneas que responden a lo clandestino.
L. T.: En su caso, Néstor Sánchez, lo clandestino es algo fiel a sí mismo porque hay una estética. Pero puede ser el oficio más unilateral cuando se trata de determinar la marginalidad cultural, no hablo de la social. Hay cierto, mucha vanguardia que declama estar “fuera” cuando es notorio que está perfectamente ubicada como el cortesano en el ala del palacio. Recuerda la paradoja del barbero que no puede afeitarse a sí mismo. Abundan los “anti”, tanto que “cultura oficial” ha llegado a ser una expresión sin significado… con la chata jerga que cultivan no pueden estar en contra de nada…de la literatura tal vez sí.
N. S.: La antiliteratura es eterna. Por eso mi libro se llama La Condición Efímera. A diferencia de otros libros míos se escribe en torno a disyuntivas éticas.
L. T.: Yo voy a hacer un poco de historia, entrar en el terreno más prohibido de una franja de vanguardia. Aclarando primero que en sus años de ausencia en el país –de 1969 al 86- se aseguraba que estaba muerto. Alguna vez en una de esas reuniones de escritores para romper el conmovedor aburrimiento –todos, qué maravilla, estaban de acuerdo en todo lo que mencioné: casi todos dieron vuelta la cara, buscaban un apuntador ausente para preguntar quién es ese Sánchez, tal vez el padre de una precoz narradora. Bueno, yo también soy un malo por excelencia en esta vieja película, siempre la misma. Sigo con la historia. Su nombre a partir de los Orsinis pudo sonar junto a otros escritores latinoamericanos de lo que se llamó el “boom”.
Algunos publicaban en Seix Barral, estaban los elogios de Cortázar, dijo que Cómico de la Lengua era un milagro, incluso que usted había ido más lejos que todos ellos. Una palabra de peso, generosa y cierta. Pero usted da un giro: se dedica al estudio del sánscrito. En más de diez años lo único que llegó fue el reportaje de Héctor Bianchotti en la Quinzaine Littéraire, que publicamos después en Innombrable. Creíamos que estaba muerto: lo hicimos como homenaje. Me disculpo por eso… quiero señalar qué clase de clandestinidad se trata en su excepcional caso. Yo hablaría más bien de un anonimato que sucedió al amontonamiento publicitario del “boom”.
N. S.: No entiendo cómo pudieron meterme con los escritores del “boom” en las antologías. A mí Vargas Llosa me parece peor que Pérez Galdós. Dije entonces que los escritores del compromiso eran los más irresponsables.
L.T.: Ese tipo de opiniones fue otra contribución a la omisión total. Se puede o no compartirla, pero basta leer especialmente Cómico de la Lengua para comprobar que se trata de otra estética, inimaginable entonces, de otra respiración de la lengua.
N. S.: Estos escritores para mí representaban el momento más bajo de una lengua por su falta de relación con la poesía. Julio pensaba lo mismo. Lea lo que escribió en La Vuelta en Ochenta Mundos. Y por otra parte, que yo piense así ¿es algo tan grave?
L. T.: En esa época para el medio, sí. Y hoy también. Hubo alguien que se llamó Taine. Hoy está refutado, no lo mencionan por desconocimiento o vergüenza, pero reaparece siempre, hasta posmodernizado. Para él el medio lo explica todo y el sujeto refleja su ambiente. Un paso más y nos hallamos ante el positivismo descarnado: la supervivencia de la lucha por la vida donde triunfa el más apto, es decir, el que mejor se adapta, el que mejor hace deberes para el “eterno” dictum de turno. Por otra parte, usted no hace concesiones: parece que en esta época no se salva literariamente nadie.
N. S.: Rescato las primeras cincuenta páginas de Cien Años de Soledad. Ahí cuando se señala con el dedo hay cierto efecto de Génesis. Pero no hay llegada del lenguaje, quiero decir, a Márquez le falta una sensibilidad refinada para dar con el ritmo que esto exige. Se queda flotando, se ahoga, abandona la “soledad”, nos condena a otro siglo de novelas por encargo, entramos en la demagogia, la sensiblería, el fascismo…
L. T.: Sánchez… ese último epíteto es de tono muy subido. Suena a invectiva y hoy carecemos de un arte de la injuria. Va a ganarse nuevos enemigos, esto está bien, pero no van a decir nada, sólo añadir un san benito más a los otros, tantos que pesan sobre su obra.
N. S.: No es un insulto. Lo que ocurre es que hay fascistas tímidos. Devotos de arquetipos. El que sepa leerme entenderá qué estoy diciendo.
L. T.: A mí la palabra fascismo no me escandaliza. Pero me parece vago aplicarla a la literatura, incluso a la que se detesta. Pasolini decía que bajo diversas expresiones el fascismo era la religión de nuestro tiempo. Pienso que quien sepa leerlo interpretará –algo muy distinto a comprender- que hay cierto “fascismo” en el mercado. En el sentido que se está perdiendo, extinguiendo una forma específica de novela argentina que es posible leer en Arlt, en Cortázar, hasta en el mismo Viñas, además de lo hecho por las vanguardias del 70. Está siendo aplastada por las burbujas estereotipadas, enchapadas en el policial norteamericano y el cine correlativo: leemos pésimas traducciones en un tipo de novela que ha perdido el diálogo, el temblor del estilo, el conflicto, y en ese aspecto podría considerarse letal al ejercicio.
N. S.: En el fascismo la bestia en el poder es peor que un anarquista. Ya se sabe qué queda después de un anarquista… un poco de tierra para cultivar. Después de un fascista, en cambio, queda su cuenta de banco, la que decía no tener. No digo que sean “ogros”, eso es “filosofía”, mala literatura, lo son por sus buenas intenciones. Cuando éstas entran en conexión con una política cultural las consecuencias son aberrantes. Si esa palabra molesta, recordaré que más de una vez afirmé que la Argentina sufría una maldición escolar, esa gente refuerza eso…
L. T.: Quieren reeducar absolutamente todo sin…
N. S.: Quieren ganar plata como sea, nada más.
L. T.: En Cortázar yo admiro la primera parte de su obra. Pero están sus llamadas veleidades. El cayó en una de esas redes donde la necesidad de coherencia política puede llegar hasta diluir la ética.
N. S.: Julio fue leal, siempre. Tenía mucho miedo a la muerte y eso lo llevó a asumir la política como un adolescente.
L. T.: Usted le reclama a la novela una relación con la poesía ¿Tuvo en su obra en cuenta a algún poeta argentino?
N. S.: A Francisco Madariaga. En Siberia Blues le hago un pequeño homenaje.
L. T.: En su cuento Ley de Tres hay un hombre entre dos mujeres. Al leerlo pensé que se puede estar –iba a decir “tener”- con una, ninguna o mil, pero estar así entre dos, bueno, es el principio del fin de la aventura…
N. S.: Depende de la inteligencia de las mujeres. La mujer no inteligente es la mujer madre. En Ley de Tres lo que podría suceder queda en suspenso. Concedo que el dos es un número muy burdo. El tres en cambio es un número sagrado… la Santísima trinidad. Yo tengo la preocupación que la tecnología en avance va a tirar por tierra lo que queda de las religiones. Hablo de las computadoras, de los bancos de datos que están en Rusia y en los Estados Unidos. El marxismo siempre fue una teoría económica.
L. T.: Se postuló como filosofía dividida, creo, entre materialismo histórico y dialéctico. Habrá que pensar por qué derivó en una religión a veces alucinante, por ejemplo, Marx redujo al pueblo judío a una clase histórica, el pueblo-clase lo llamaba, o sea era sólo una categoría económica…
N. S.: Pero qué bueno es eso de Marx…
L. T.: Fue una reducción pero no hay nada en sus escritos -¿cómo escribe, no?- que justifique lo que el estalinismo llevó a cabo, me refiero a las masacres. Habría que indagar –aunque interese poco ya que no es temático, es un tópico, un lugar de discusión- si en los nudos de las vanguardias no prosiguen las llamadas guerras de religión aunque por otros medios. Piense en el lugar que la Trinidad tiene en la obra de Joyce, o cómo Kafka toma la ley del Antiguo Testamento, en el sentido literal de “edicto”… en cuanto a la cuestión judía…
N. S.: Nosotros los argentinos también somos judíos. Y los peruanos, los uruguayos, todos nosotros estamos listos. Somos un eco de lo que la física llama el quark. El testigo obligado del fenómeno.
L. T.: Quarks es un término que Gell Mann tomó de Finnegans Wake para denominar, no sin humor joyceano, a unas partículas que acaecen en millonésimas fracciones de segundo. En Joyce, quark, es un personaje no visto ni oído por nadie. Yo me acuerdo de otra palabra: “quaks”, uno de sus sentidos es “embaucadores”. Si testigo significa etimológicamente “mártir”: ¿no habrá martirios embaucadores? No creo que la satelización del mundo sea algo terrible, apocalíptico. La prueba de fuego es cómo las culturas van a evitar ser americanizadas totalmente, o caso de la Unión Soviética, rusificadas, como Polonia. Pero a su vez no caer en “fascismos”. Porque ante la a veces brutal modernización en ascenso recrudecen los fundamentalismos, intentos desesperados de recuperar una identidad perdida. En ellos la palabra suele coincidir con el código: sentencia a muerte a todo lo diferente.
N. S.: ¿Y China? A mí me interesa todo lo chino, incluso Mao. No deje afuera a los chinos que son muchos y enormemente correctos.
L. T.: En su literatura hay más de un toque de arte clásico chino. También está, creo, lo hindú. En su antológico -para mí- relato “Diario en Manhattan” de La Condición Efímera el narrador toma verbalmente la isla desde una posición “zen”, como si la escritura pulsara el temple del arco en esa ciudad eco, doble, “sostén” de Nueva York. Imperceptiblemente se oye la impostura sexual que trabaja la vida americana, la ausencia de estilo en primer término, es decir, la brutalidad, la liberación del boy-scout, la militancia homosexual, la voz del matriarcado, la segregación, los mass media que “llegan a producir el deber instantáneo de aullar”, todo el furor egoísta que no es incompatible con la tenacidad comunitaria, según escribe. Y se nota que no tiene nada en contra: atraviesa la isla desde lo singular…
N. S.: Sí, es el mito de la Isla contra mis propios mitos. El primero de ellos es el de la condición lumpen: ”Y si un imbécil se ríe es porque es el Tao”.
L. T.: Se detiene en las fruterías, abiertas día y noche. ¿Lo asombra que estén en manos de chinos?
N. S.: Los chinos conforman una isla en medio de la Isla. Un descanso de la usura, de los sacerdotes gigantes que rezan al dios Dólar, los altoparlantes. Los chinos son “reductos a contraimagen”, cito, el narrador aprende de ellos.
L. T.: Y transmite… se ocupa en detalle de los movimientos del cuerpo, a derecha, izquierda, descritos con minuciosidad, son como acordes, una música que va separándose de cuanto acontece, sin influir ese continuo plebiscito.
N. S.: Son ritos, oraciones, contra la mecanicidad del cuerpo. Propongo ahí la conducta como oración cotidiana, es una disyuntiva ética. Eso es lo lumpen: sé que esta palabra suena peyorativa, pero para mí es santa.
L. T.: Muchos escritores “antiimperialistas” caen de rodillas cuando pisan yanquilandia. Algunos hasta predican desde allá, a buen resguardo, la revolución. Otros transcriben la última película que llegó acá. Sarmiento en su Viaje descubrió algo que sería decisivo en su obra: que ser pobre allá no era un mérito. Usted habla del “lumpen”, alguien que no se explica para nada por la necesidad, tiene, en todo caso mucho más que ver con la libertad que esas figuras macizas, que parecen salidas de un pandemónium conductista. Creo que pocos escritores actuales norteamericanos hayan ido más lejos que usted en eso, salvo Thomas Pynchon, quien establece nuevas conexiones entre el dinero, la mierda y la Bomba. Es otro ilegible, en el Diario, por otra parte la cosa no tiene que ver con ideas, sino con ciertos circuitos, esos relámpagos interrumpidos de sus frases…
N. S.: A mí me interesó por un tiempo la literatura beatnik. Grinsberg escribió Kaddish, una oración fúnebre judía, que es uno de los mejores poemas en lengua inglesa.
L. T.: En otro relato de La Condición Efímera, Las Grandes Maniobras, la mujer dice que la desdicha es “un viejo asunto calumniante”…
N. S.: Eso no es distinto de algo que afirmó Nietzsche: que sólo quienes atraviesan un gran dolor tienen la posibilidad de la risa. Una escritura sin humor no tiene posibilidad, pero sin sufrimiento, cómo inventar el humor. Ahora dígame, usted, Luis Thonis, ¿cuántos universos hay?
L. T.: No sé. Giordano Bruno habló de infinitos mundos, lo quemó un tribunal véneto. Sé que la teoría del Big Bang trata de un estallido que sucedió… ¿hace 18.000 millones de años, no? Una detonación irreconstruible para la conciencia. Casi como el pecado original, tal vez más tenue…
N. S.: Eso suena antropomórfico.
L. T.: Dije el pecado original. No hay que confundirlo con otra clase de actos…
N. S.: Explíquese.
L. T.: En el pecado original Adán imita a Dios bajo dictado femenino. Ahí está la falta, irrepetible. Los que imitan a Adán, hablan del nuevo Hombre, etcétera, son adamitas. Jesús dijo que el hombre justo peca por lo menos siete veces por día, imagínese uno… por eso hay teólogos que hablan de la libertad de pecar; San Agustín dice que no hay que tener miedo de equivocarse, la lujuria para él no es algo tan grave como puede serlo la soberbia con la fanfarronería de los dioses cotidianos…
N. S.: No cambie de tema ni se alegre demasiado. El drama del Big Bang es que tiende a la entropía. Y la entropía significa el fin de las religiones, por ingenuas.
L. T.: Pero para que eso ocurra tienen que pasar miles de millones de trillones de años. Y, entonces, seremos ¿inocentes? ¿otra vez? ¿no habrá antes otra detonación, en otro agujero, esta vez, blanco?
N. S.: El hombre del futuro va a ser menos ingenuo. Se va a establecer el fin de todas las religiones, por geocéntricas. Ha de haber miles de millones de sistemas solares…
L. T.: Pienso que las religiones son diferentes y por eso no pueden terminar de la misma manera, como por decreto. También está la ética, ahí tampoco puede haber demasiado “progreso”.
Por ejemplo, quienes hoy éticamente se pronuncian contra la condena a muerte de un escritor dictada por el imán chiita aún si son ateos adhieren implícitamente a posturas éticas que se fundan en los mandamientos.
N. S.: A veces no queda sino atarse a una roca. Como decía Eliot: en una playa distante y a riesgo, agrego, que la roca se tome revancha.
L. T.: Otro relato de La Condición Efímera se llama Job. El Job bíblico vive más de ciento cincuenta años, el suyo está en el trigésimo año de su existencia.
N. S.: Desenvuelve un poema de Dylan Thomas, En memoria de Anne Jones, que fue su ama de leche.
L. T.: Pienso que en Job hay un reproche hacia el lenguaje. El purismo invertido se manifiesta cuando pregunta cómo de mujer puede nacer algo puro. En el fondo quiere ser inmortal, usted retoma eso, o es su arte el que me hace atribuírselo.
N. S.: Es que el hombre debería poder vivir trescientos mil años, sin escoria.
L. T.: Admiro su apego a la vida. Sé que lo que dice no es potencialmente imposible. Sé que morimos de desinformación: el ADN, que parece es imperecedero, no puede, como sistema recibir el mensaje de las células para que se regeneren, dividiéndose. O sea que se ha descubierto algo inmortal. Pero hasta ahora sólo se ha conseguido doblar, creo, la vida de ratones.
N. S.: Lo que dice es extraordinario. Los ratones, además, son los lúmpenes por excelencia.
L. T.: En todo caso le digo que la cifra hiperbólica que propone postula la inmortalidad de contrabando.
N. S.: Nada de eso. Yo ayer salí del vientre de mi madre. Esa cantidad de años es poca considerada en términos científicos.
L. T.: Usted, para recordar lo dicho por Cortázar, encuentra caminos nuevos, casi desconocidos en literatura. A propósito de eso me acuerdo de una frase casi proverbial, que quien se asoma a lo desconocido no puede ignorar. A ver qué le parece: “Los tontos toman los caminos que suelen evitar los ángeles”.
N. S.: ¡Qué hermosa es! Si me dice quién la escribió la pongo de epígrafe en mi próximo libro.
L. T.: La cita es de Burke, en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, no me acuerdo de quién es, seguro no es jacobina. La vanidad es otro tema importante en su obra, su último libro se abre con una cita del Eclesiastés. ¿Qué le sugiere lo que dice un arrogante personaje de Jane Austen: “But vanity, not love, has been my folli?”
N. S.: Que suena bien, pero que no es así. La vanidad engendra vanidad, nada más. Y el amor locura. En toda experiencia amorosa profunda –y no sólo con mujeres- el organismo comienza a producir anfetaminas. El amor vuelve loco y si no es loco se vuelve loco. La monogamia es un criterio ético ante eso. El odio es inconcebible. Se necesita una enorme pobreza para odiar.
L. T.: No creo que se necesite mucho para eso. Una enorme pobreza ya habla de amor si recuerdo a Ignacio de Loyola. Hoy, además, no hay tiempo para odios personales, lo más abominado suscita tan sólo una etiqueta, o una bomba. Es una época de odio programado donde el otro no llega a tener un rostro. ¿Y los celos, están a medio camino? Me acuerdo de un personaje de Calderón que dice que ella no es sino “toda celos” y que Proust escribe como los celos suelen ser mucho más intensos que el amor.
N. S.: También está quien tiene celos de quien está celoso porque no siente siquiera eso… el odio programado es el más destructivo. Yo escribí el “amhor”, con h, porque sé que es imposible. Si querés algo mal te embrutecés. En La Condición Efímera digo que estamos realmente solos en medio de lo que amamos.
L. T.: Y con un uso de la imagen que cambia constantemente de plano y me ha hecho pensar en el cine mudo.
N. S.: La imagen, así, no miente. La palabra, en cambio, sí. La imagen nos condena a ser lo que somos.
L. T.: Hoy la imagen predomina sobre la palabra. Creo que ya no necesita mentir. Funciona a fuerza de electro-shocks. Pienso que en su escritura la condena se levanta cuando hay un encuentro en esas imágenes de cine mudo y su palabra, esto tiene que ver con los planos, con un arte de escuchar musicalmente el pasado desde otro tiempo irreductible de lectura. Además, esto es lo único que hoy permite subvertir el poder aplastante de unas imágenes que no quisieran interrupción alguna: dividiéndolas, he ahí el efecto mudo, que desconcierta el relato lineal, he ahí la línea auditiva, múltiple, son movimientos que lo dejan a uno sin reflejo donde protegerse, reproducirse. Ahí es donde comienza la lectura.
N. S.: Mi próximo libro trata de todo eso. Se llamará Redención por la Delicadeza. Y ahora para terminar quiero me permita un pequeño exabrupto: ya que el amor es imposible –digo-, ¿por qué no cerrar las puertas con cuidado?
L. T.: Hay en esa frase un cierto tono…profético?
N. S.: Espero que no. Los profetas eran enfermos graves. Es cierto que mucho más sanos que los que hoy quieren salvarnos.
Publicado en la revista Pierre Menard n° 1, año 1992.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario