EL ESCRITOR Y LA SOLEDAD, por Jorge Quiroga



El sentimiento de su tiempo encarnado de alguna forma en ese aparente aislamiento, que sin embargo es con los años el que le otorga sentido. Su narrativa se va configurando casi sin transición, y no se puede separar de la soledad de su impulso, lo que lo lleva a instalarse en un lenguaje que es tanto extremo como terminal.
En verdad es el comienzo de un ejercicio de carácter espiritual, que de a poco se infiltra, hasta que se traslada a todo su ser, y ni siquiera es experiencia. Desencajado, empieza a dar vueltas y a ensayar los pasos obstinados de quien se sabe, dispone de ciertas palabras que dan forma a un diálogo en el que faltan algunas cosas para que sea inconcluso.
En algún reservado del Politeama (Corrientes y Paraná), ese joven habla interminablemente, en las mesas del fondo, misteriosamente gesticula a una mujer que lo mira absorta, mientras otros adolescentes observan esas imágenes sin poder reconstituirlas. Es posible que ellas se deformen en relación a la distancia que las abruma. Lo cierto es que Néstor Sánchez aparece en un momento en el que prevalecen otras formas en el imaginario literario.
Otro ausente, Haroldo de Campos, en la puerta de su casa, cuando nos despedíamos una de esas noches paulistas, conversando de pie, me preguntó si conocía a un escritor argentino: Néstor Sánchez, al que había visto fugazmente en un viaje a París.
El rostro de Haroldo, mostraba aún señales de extrañeza y duda ante tal encuentro. Lo recordaba como un hombre extraño y desesperado y sin rumbo preciso, parecía muy conturbado y fuera del mundo.
Creo que entonces le dije que en verdad la situación era como él la describía, y que Néstor Sánchez seguramente en ese tiempo la esta pasando mal espiritualmente.
No sé por qué me acuerdo que pensé, en ese momento, que Sánchez (aunque quizás no tuviera relación con el exilio de aquellos años), en su angustia y evidente desarraigo, sufría en carne propia una separación que sólo podía entender alguien que fuera argentino. Era como si estuviesen preguntando por otro desarraigado.
Las veces que lo vi, siempre fue como que si manifestase de diferentes maneras su profunda soledad.
Ella está volcada a una escritura muy personal que formaba parte de un riesgo y una búsqueda. Ya derruido, muy silencioso, una vez le pregunté por qué había tomado ese camino, y me contestó: “para ser un hombre mejor”.
En ello consistía su rara religiosidad, que hacía que lo entusiasmase, como si estuviese intuyendo allí, que estaba encerrado un secreto que no podía desoír. Quizás había llegado al límite o extremo de sus fuerzas activas y ya no le quedaba nada (por lo menos eso él creía en relación con la literatura), su cabeza no estaba vacía para pensar y escribir, se le había vuelto una soledad que no podía manejar, por eso se sentía desprendido de los afanes.
Cuando la literatura se torna insuficiente, ya no hay posibilidad de reconstruir una imagen y sólo parece que la inmovilidad es significativa.
Pensando sobre todo en la poética y narrativa de Néstor Sánchez, hablé de escritores desterrados y esto fue parte de un ciclo de lecturas. Empecé por Sánchez, Correas, Raschella y Ulla; decía entonces:
“Son escritores que construyen su propio espacio, configuran un imaginario que se descentra en forma constante, mantienen una inadecuación que hace que la narrativa se convierta en la diferencia que los aísla y los singulariza.
”Forman parte de la literatura argentina para instalar esa otra voz, sin la cual sus respectivas épocas de actuación quedarían mutiladas de sentido, y sin embargo fueron y son escrituras inesperadas que cargan su impulso, a veces experimental, a veces de rara controversia, otras desesperada y casi terminal.
”Se encuentran invadidas por obsesiones y marcadas de estilo reconocible, y repetidas, porque basan sus respectivas poéticas narrativas en la consolidación de prolongados silencios y en la configuración de obras que inventan y merodean zagas y temáticas, que inauguran zonas de expresión fisuradas y al borde de lo desintegrado.
”Desterrados, porque escribieron sus narrativas en la más absoluta soledad y en contra de la corriente, ocupan lugares atípicos, lo que los lleva a salir, con sus relatos y novelas, desde el encuentro y desencuentro tenaz con los verosímiles de su tiempo. Desterrados y con la angustia de vivir separados y en estado de conmoción, escribiendo en el centro de una crisis, por la cual ellos se crean a sí mismos.”

Cuando estábamos filmando La juntidad espeluznante (título extraído de la lectura de un fragmento de la novela de Sánchez El amhor, los orsinis y la muerte tal vez trasladado indebidamente), nos contactamos con Néstor para grabarle una entrevista. Sorprendentemente nos convocó a una pizzería, “La Santa María”, en el barrio de Chacarita; llegamos tarde y él ya estaba instalado en una mesa. El ruido de la zona, provocado por los coches y la multitud, era abrumador (colectivos, taxis, gente por todos los rincones, es decir un ambiente totalmente urbano, iba a rodear nuestro encuentro).
(Néstor Sánchez no podía sospechar que una de las personas que lo interrogaba era uno de los jóvenes que, invariablemente fascinado, lo miraba fijamente en el café Politeama, hoy desaparecido, cuando él desarrollaba un misterioso diálogo amoroso, en una mesa arrumbada, junto al ventanal que daba a la calle Paraná; seguramente nuestros gritos de nostalgia y de júbilo ni siquiera llegaban al alcance de sus oídos, tan enfrascado como estaría, hablando y hablando, en una conversación interminable con una mujer; en ese tiempo para nosotros era un hombre maduro.)
Con los codos en la mesa de fórmica de la pizzería de Chacarita, como decía, ya estaba aguardando Néstor, ya era un hombre derrumbado, una mueca triste le marcaba el rostro, una media sonrisa que parecía decir yo estoy aquí, a pesar de una inmensa desazón, le había ganado el cuerpo, y le había caído de golpe, sólo le quedaba una lucidez impensable a lo mejor después de todo lo que había quizás sufrido (en ese momento recordé la frase de Haroldo de Campos, y su vacilación ante alguien que le transmitía semejante desesperación, y aunque nadie puede explicar el destino de nadie, me di cuenta de que ese hombre que tenía enfrente estaba un poco fuera de lugar, y es posible que se sintiera despojado, como sabiendo que nunca iba a poder ser el de antes, y reflexioné que todo había sido inevitable).
Ese fácil referirse a silencios, cuando no conseguir, es una imposibilidad de lo que se ha vivido, esa figura secreta repetía un ritual blanco que se escapaba en la comisura-mueca de sus labios, y en toda su fisonomía.
Nos rodeaba con su cámara mi joven amigo Martín Carmona, que trataba de reproducir, en imágenes, los mínimos gestos de ese hombre ahora con una honda calma, pero que había atravesado tiempos de tormenta y de otras formas de tempestad, y justamente en ese momento se encontraba absolutamente separado del mundo. Sabía por comentarios que algunos amigos comunes lo visitaban, pero nunca me animé a hacerlo yo, por temor a mí mismo.
Su capacidad para escuchar y luego responder llamaba la atención, siempre enmarcada en largos suspensos, que no sé por qué me resultaron muy significativos. Su forma de hablar contundente y pastosa decía que las contestaciones habían sido muy meditadas.
Los afanes de Néstor Sánchez lo enfrentaron con su soledad, su obra de algún modo es ese deambular en la frontera, donde fue perdiendo hasta las posibilidades mismas, en un retraimiento que lo dejó exhausto y sin atenuantes.
Hay como dos imágenes que se superponen, un hombre joven, vital, misterioso pero desaforado, que frecuentaba las reuniones y desafiante, no soportaba el sentido común y la mediocridad, reaccionando imprevistamente cuando fuera necesario, en las fiestas de su tiempo, huyendo de Chile, abrumado por la adulación, un escritor que escribe una obra tan propia, como si en ello le fuera el destino.
La otra imagen es la de un hombre desolado, que mira tristemente sus manos, y que ha atravesado puentes y tormentas, en la necesidad de alcanzar una paz espiritual que le llega quizás tardíamente, que se sigue interrogando, ahora ganado por un silencio, un vacío que lo rodea.
Un hombre en apariencia sin futuro, o con falta de pasado, o ambos espacios ganados por la soledad más esencial, y de alguna manera insoportable, como se ha dicho de Kafka, la imposibilidad como proyecto.
La inexistencia de un rumbo preciso, después de que se ha entretejido un camino interior, una experiencia intransferible, que al fin de cuentas es una trama entrecortada.
Porque se refiere a una tarea mística, pero que se hace presente en la fragmentación de la fugaz iluminación, una tensión improvisada que rastrea en el pasaje en ruinas de una entrada imaginaria.
Néstor Sánchez, envuelto en su mito personal, llega a ese diario donde la vida es una fiesta y también una búsqueda. Las alusiones a su derrumbe, en el crispamiento (ese trabajo sobre sí mismo), que lo particulariza como individuo, y lo deshace en pedazos que nadie puede discernir.
Porque se manifiesta una rara cualidad, un aislamiento que ronda la fidelidad de la nostalgia, la decisión, que se sobreentiende, de llegar hasta las últimas consecuencias. Que lo conduce a la proliferación poemática, resonante en la multiplicidad, por lo que descubrirse a sí mismo es una muestra de rigor.
El avatar encierra un misterio, y la muerte es inevitable, son dos certezas que recorren, de diversas formas la mirada que se destruye, y Sánchez es un partícipe de ese juego.
El mundo mantiene una relación imposible con lo que sucede, y la única manera que encontró Sánchez es apostar a su encuentro. Vigilar lo que no se conoce, narrar aquello que tenemos, es decir, contar ese proceso, contraponiendo las resonancias. El entrar y salir lo habrá leído en Macedonio, y además la obstinación, y la eternidad de la muerte.
Cuando uno se reunía con Néstor Sánchez, vislumbraba que su conducta frágil escondía una bondadosa lejanía, que dejaba percibir que escuchaba con suma atención. El acompañamiento de la muerte lo arrojó a las acechanzas de la vida.
En la encrucijada de barrios multitudinarios, estaba separado del mundo (lo que recuerdo es su empecinada manera de sumergirse en la conversación, y al mismo tiempo la retirada hacia su soledad que estaba desde el comienzo).
En la hipotética charla con Sánchez, lo veo sortear escollos, piedras en el camino que va dejando, un hombre con una voluntad de hallar ese núcleo. Que lo justifica como escritor que crea sus propias huellas, que tal vez lo justifique, ya que el silencio de los últimos años sólo él puede pensarlo; otra vez como cuando yo recién llegaba desde lejos, puedo verlo como quien vive la literatura como un ejercicio espiritual, que viene de su historia personal, y que está ligado a un tiempo en el que la distancia significaba que recién comenzábamos a vivir.

“La obra es solitaria, y esto no significa que permanezca incomunicable, que le falte lector. Pero el que la lee participa de esa afirmación de la soledad de la obra, así como quien la escribe pertenece al riesgo de esa soledad” (Blanchot).
Esta afirmación se relaciona íntimamente con la tarea de Sánchez, que en su narrativa constituye tanto su escritura, pero también requiere un lector que lo siga.
Para él, la novela revierte un secreto que él mismo descubre, y que está redoblado en secuencias.
Si se habla de una lectura activa, la única posibilidad de leer a Sánchez es apostar a lo múltiple, construir un espacio donde pueda leerse esa fascinación.
Porque a partir de la repetición se accede al núcleo poemático, donde se esconde la ausencia y lo permanente. La proliferación a la que el escritor se entrega como recluyéndose en sí mismo.
Esta escritura por ráfagas, que implica una tremenda desprotección, porque encierra como un arribo, donde está expresado, en evidencia, un lenguaje terminal, implica la soledad y la búsqueda implacable, como rasgo que la particulariza.
Entrar en un riesgo fulminante, que puede llegar a ser aterrador por miedo existencial, es decir en una escritura obsesiva, intensa, y circular.
Enfrentar los límites, los bordes de una experiencia, es costoso. Toda la celebración está en la condición efímera de quien excluye y anula la ausencia de paisajes anegados y los restablece.
El yeso inconcebible del exilio lo amenaza, y la narrativa de Sánchez es la grieta que prepara, de forma irrisoria, la sucesión de años de furia y templanza, de profunda soledad.
Siempre que lo vi lo hice desde lejos, como si se tratase de medir una distancia, de construir su figura, que me resultaba imposible de reconstruir.
Toda escritura literaria implica soledad, la de Sánchez está cruzada por esas muestras de sentido, de humor velado, que debemos atravesar para llegar a su golpe, que es una especie de rumor, o de algo entrevisto. Por eso se basa en la repetición, lo que se reitera y evoca.
De forma cifrada, toda su experiencia está en su narrativa, no consigue escaparse de ese círculo que en última instancia lo destierra.
Años de soledad, de interrogarse y de cumplir ritos que lo exterminan, desgarramientos existenciales incurables, la imposibilidad de volver (la insistencia del tecleo en la máquina de escribir, donde quiere depositar el fraseo).
Es infinita esta riqueza abandonada, piensa en el desprendimiento, que más que en instantes, él los experimenta en secuencias narrativas. Desde el momento en que reinscribe su vida, la reinstala como lenguaje, de alguna forma polemizando con el tiempo en que le tocó actuar.
No puedo separarme de esas imágenes iniciales, Néstor Sánchez es un escritor cuyo recorrido tiene que ver con una voluntad de estilo, junto con la mezcla que le permitió tal vez conjurar su enigma concentrándose; continuará siendo un misterio, como cuando entablaba un diálogo amoroso, que, ahora lo sé, iba en esa dirección, y que lo convertiría en uno de nuestros autores más inquietantes.



Jorge Quiroga

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