CABEZÓN 2915, por Mariano Fiszman



“… no rescato nunca hechos significativos…”
N. S.


Estoy por tocar el timbre de la casa de Néstor Sánchez por primera vez. Es el año 92 o principios del 93, lo que me acuerdo bien es la hora por su manera de decir “a las doce” en el teléfono haciendo sonar todas las consonantes a fondo y la o profunda, un poco a lo Riverito. La casa, baja, la primera desde la esquina, tiene un frente de mármol claro, puerta de chapa con un rectángulo vertical de vidrio oscuro en el centro y dos ventanas a los costados, las celosías cerradas siempre. El timbre suena fuerte, se enciende una luz a través del vidrio, el cuerpo atrás de la puerta lo oscurece, abre. Néstor es alto y corpulento, usa la ropa de los viejos del barrio, alpargatas con suela de goma, pantalón de tela liviana con elástico y camisa. Nos damos la mano, me hace pasar, nos sentamos alrededor de una mesa baja, carpeta tejida, en los sillones del juego de madera oscura, de estilo, duros, con apoyabrazos, cada uno ocupa el lugar que va a mantener después durante años, yo a la izquierda de la puerta, frente a la pared descascarada y el cuadro de Gorriarena y él a mi derecha, enfrente de una biblioteca también de madera oscura con tres puertas de vidrio y cortinitas que no dejan ver adentro, a mitad de camino, él, entre la puerta de entrada y otra, la que esconde el resto de la casa sin terminar de filtrar las voces de mujeres, los tangos de radio, el olor del bife o las milanesas cocinándose. A sus espaldas enmarcada la foto infantil. Hablamos de literatura, del barrio y sus personajes, que conozco bien porque viví casi toda la vida en esta misma manzana, justo a la vuelta, sin saber que esta era la casa de Néstor Sánchez, al lado de la pescadería que para nosotros sigue siendo la farmacia aunque cerró hace quince años, y cuando más adelante me presente a su madre la voy a conocer de haberla visto barrer la vereda. Pero si en la charla hay entusiasmo es mío, y es mudo. Néstor se sienta erguido y saca cigarros del bolsillo de la camisa, Particulares 30, fuma en silencio. Su cara es redonda y grande, como sus ojos, y la boca ancha. Tiene una sonrisa enorme, contagiosa, se ríe con toda la cara, asintiendo, y los ojos le brillan intensamente. Otras veces la mirada se opaca, apagada, el contraste es grande. Me veo obligado a llevar adelante la conversación, no es mi juego y lo hago torpe, pregunto por ejemplo si esa foto que se ve es de la nieta y me dice que no, que es el hijo, o pregunto fechas, tratando de situar su viaje en el tiempo, y me dice ah, no sé, yo de años no sé nada, meneando la cabeza con los ojos cerrados, como si lamentara no poder ayudarme. Le pregunto qué lee. Casi nada, dice, con la misma desolación, Joyce, “Estoy preso en esta escena ardiente”, cita, y se le ilumina la cara. De Claude Simon hay un libro que está bien, El viento, una edición de Fabril, de tapas duras. No lo conozco. En el silencio, se pasa las palmas por los muslos, cruza los brazos, mira fijo la biblioteca, respira pausado y de pronto hondo y suelta todo el aire con un soplido fuerte. Tiene el mismo pelo con el que aparece en las fotos de joven, sin canas, ondulado, bien peinado, y un gesto repetido de alisárselo con la palma, no a los costados, no por coquetería, sino la parte de arriba, unas palmadas, como achatándolo. En cambio la dentadura es postiza, parece que le molesta, todo el tiempo la acomoda y corrige con la yema del pulgar. Cuando su reloj de malla negra y agujas sobre un fondo blanco marca una menos cuarto me dice que se tiene que ir a comer. Llamame, dice. Nos volvemos a dar la mano y salgo.
Ese esquema de visitas se repite un par de años, siempre día de semana, siempre a las doce y hasta la una menos cuarto. Néstor no ve a casi nadie, no lo llaman. Dice que es traductor de inglés, italiano y francés pero que no le dan trabajo, es una mafia. ¿Escribe? Ya no. Estoy seco, dice, sin expresión, sólo confirmando el hecho. No escribe porque no tiene una épica. Antes tenía una épica, una épica de vida, y esa vida se volcaba en la literatura. ¿Ahora de qué voy a escribir, de la vejez? Le dejo una copia de algún cuento que estoy escribiendo, él la hojea y la guarda en esa biblioteca que me empieza a intrigar con sus cortinas. Lee y llama enseguida, no es complaciente ni jodido, ninguna pretensión. Hablando de un cuento, dice que le pareció parte de una novela, y yo a partir de ahí arranco mi primera novela, como si me hubiera dado permiso o hecho creer que estaba en condiciones. Como estoy por irme a Francia por un tiempo largo, le preguntó si hay alguien a quien pueda ir a ver. No. Estaba Beckett, lástima que murió. Después no pasa nada, y repite el gesto desolado.
Cuando nos volvemos a ver nos reímos de los parisinos y del clima, de Paris no. En la biblioteca del Pompidou encontré sus libros, editados por Gallimard en los setenta. Estaba Cómico de la lengua, pero prefiero esperar a leerlo en castellano. No tengo ninguno, dice Néstor, se perdió todo. Sí leí El viento, y también encontré, medio de casualidad, a un lingüista argentino con el que cenamos un par de veces en la rue Dunois, fuimos a bares y a la presentación de un libro de poesía en idisch en una librería del boulevard Saint Michel con buen vino y comida y un borracho gritón con su perro al que nadie se animaba a echar, y cuando el lingüista me pregunta a quién leo le digo, para desalentarlo, Néstor Sánchez, entonces el tipo se ahoga con el Bordeaux y dice que Néstor lo inició en la literatura a los quince años, era novio de la hermana de uno de sus amigos, educó a toda la barra, nunca más lo vio, me pregunta o me dice, como se dicen esas cosas, si no estaba internado. Esa noche somos dos personajes de Néstor Sánchez buscando a nuestro autor.
En Cabezón y Nazca, a las doce, cada uno vuelve a su silloncito. Un día aparece recién levantado, en pijama celeste de pantalones cortos y camisa con botones blancos, solapas y un bolsillo para los Particulares, y chancletas con dos tiras de cuero en equis, como otros vecinos de esta cuadra no hace tanto, a lo Siberia. Las novelas las escribió en un año, catorce meses cada una, no más. Era como un ciclo. El tiempo siempre presente, la fecha de escritura de la novela al final, su rúbrica. Escribía ocho horas diarias todos los días. Cuando se escribe la novela es todo el día y toda la noche, hasta en los sueños. Antes que los personajes envejezcan, dice. El tiempo y la muerte. Cuando le pregunto por el barrio, dice muchos muertos. ¿Ruido? ¿El 90 que pasa por la puerta? No, muertos, se está muriendo mucha gente. Pregunta por Martini Real, de qué murió. Me avisa que murieron Burroughs y Ginsberg, dudo si es reciente o pasó hace mucho y me olvidé, o si ya me lo dijo. Sigo dejándole mis textos. Aparece en La ballena blanca un viejo artículo suyo sobre la novela y le pregunto, buscando las palabras, por algo que él dice ahí, si entonces ya contemplaba la posibilidad de dejar de escribir. Si, asiente con la cabeza, ya la contemplaba, y me queda mirando. Ahora había empezado una novela pero la abandonó. Setenta páginas. No le gustaba. Me muestra una antología de Perfil en la que aparece “Adagio”. Están Macedonio, Lamborghini, Gusmán. Al día siguiente le dan 300 pesos, le da risa, es lo que se paga en las antologías. Leo la reseña, el libro de cuentos es del 88, ¿tanto? Yo también pensé que era menos, dice, con la mano derecha sobre el pelo y ojos muy abiertos. ¿El personaje de “Adagio” es su padre? No, es Juan L. Ortiz. Es el relato de una visita a Juan L. Ortiz, aunque no pasó nada de lo que se cuenta, sonríe. Iban a verlo a Paraná con Hugo Gola. Su poesía le gustaba, pero hablaba mucho, tenía logorrea. Tomaba mate todo el día y anfetaminas. Vivía con un montón de animales, no se acuerda si perros o gatos. Era alto y flaco, y las plumas que usaba para escribir y la bombilla del mate y su boquilla, todo era fino y alargado. Voy rearmando su itinerario. Perú, ya metido en Gurdjieff, Venezuela, Monte Ávila, la traducción de Muerte a crédito, con eso se pagó los pasajes a Europa, Italia, España, en esa época andaba bien, llegué a tener auto y todo, después Paris, siete años y Estados Unidos, ocho, en total veinte años afuera. Lo invito a cenar alguna vez a mi casa. Queda en pensarlo. Al centro no voy, dice. A todo lo que está más allá de Chacarita, en Villa Pueyrredón se le dice el centro.
Empiezo a verlo afuera, en un café de Chacarita justamente, adonde se reúne los sábados, a las cinco de la tarde, con Raschella, Hugo Savino y Pablo Ingberg. Hasta acá Néstor viene de zapatos y jeans, y ahora nos saludamos con ese abrazo porteño con choque de mejillas. Entre otros recupero un poco mi silencio, se habla de tango y de jazz, de escritores que no conocía, José Agustín, El oro, de Cendrars, Kerouac, “Y yo me vuelvo a casa, habiendo perdido su amor. Y escribo este libro”, cita Néstor, le brillan los ojos, cuenta cuando fue a Big sur, ilusionado, creyendo que lo iba a recibir una colonia de artistas pero no había dónde quedarse ni cómo volver, un desastre, se entusiasma con Molina, “Bañándome en el río Túmbez un cholo me enseñó a lavar la ropa”, si alguien nombra a Saramago él pregunta quién es, de Borges le gustan la Historia universal de la infamia, El Aleph y Otras inquisiciones, lo entrevistó en la Biblioteca antes de irse, la secretaria tres veces interrumpe “Borges, teléfono”, y el viejo “le dije que aparentara que era un hombre ocupado pero creo que está exagerando”, y el sábado que estaba en la cama antes de ir al bar y se le apareció un recuerdo olvidado de esa entrevista, un flash, él con Gurdjieff y con Ouspensky, hasta que Borges lo interrumpe “¿usted es teósofo?”, la risa de Néstor nos hace felices, escritura en estado de gracia, como cuando escribía, a veces estaba escribiendo un capítulo y se le armaban los seis siguientes, anotaba, después del seis al doce, la novela se iba armando sobre la marcha, un esqueleto después la escritura, para los personajes nombres de jugadores de primera C, Orsinis se iba a llamar La juntidad espeluznante, Cómico por los cómicos de la legua, trashumantes que recorrían América, además en esa época como una manera socarrona de dirigirse, “qué hacés, cómico”, o “éste es un cómico”, escrito en Barcelona algunas partes que salían directas a máquina otras a mano, anotaciones en papeles sueltos, con letra grande, a veces escribía “con trago”, de noche, en un bar vacío, el dueño un fantasma, de mañana las pasaba a máquina, Chicago vista un sólo día, el viaje en auto ida y vuelta desde el aburrimiento profundo de la residencia para escritores de Iowa, la gente que escribe “temas” y la imposibilidad de escribir una novela con personajes que no tengan nada que ver con uno, como un militar, qué se yo cómo es un militar, para eso hay que ser novelista (peyorativo).
Cuando muere la madre queda solo, la casa se me abre, de la sala pasamos al comedor que corresponde a la otra celosía que da a la calle, juego de mesa y sillas tapizadas y vajillero, la cama de Néstor, pastillas sobre la cómoda, atados de Particulares, monedas, páginas de cuaderno llenas de su letra cursiva, de ahí a la pieza que era de la madre adónde están el teléfono y el televisor y un diploma que imita un pergamino con caligrafía cuidada y muchas firmas. Los muebles, artefactos, cuadros, adornos, todo es de hace treinta años, todo mantiene su lugar. Lo desperté. Se peina y tomamos mate en la cocina oscura, uno a cada lado de la mesa, yo de espaldas a la heladera, él cerca de la hornalla encendida a mínimo, un reloj cuadrado de fórmica imitación madera clara y la inscripción Aconcagua nos vigila. Néstor es muy puntual. Se acuesta temprano, se levanta tarde, duerme siesta. Me aburro, como no escribo me aburro. Sin dientes se parece a Benedetti. Querían meterme en el boom y yo me fui a la mierda. Se ríe de Vargas Llosa, “la luz entró en el cuarto como un cuchillo en la carne”, Carlos Fuentes codeándose con presidentes y embajadores. ¿Hoy pasa el basurero? Tiene que sacar ramas a la calle, a la mañana estuvo el jardinero. También la chica que limpia. Se nota, ¿no? Igual vos sos ordenado. Si, soy ordenado. La cocina da al jardín por una puerta de alambre tejido. Salimos. El contraste con la casa golpea. El jardín es una isla de claridad. El pasto, las enredaderas sobre las paredes, muchas variedades de plantas y flores, a un costado hasta un banco de madera, todo crece fuerte, cuidado, alegre, mágico.
Aparece lo de la computadora, dice que sí y en el café nos ilusionamos, ¿y si empieza de vuelta? Un sábado al mediodía llego a Villa Pueyrredón en remise y me está esperando en la puerta de su casa. Bajamos la máquina del baúl y dejamos todo sobre la mesa del comedor. Preparó bifes y una ensalada de lechuga bien condimentada, hay pan lactal, fruta, tomamos cervezas hablando de Alberto el almacenero, de Fanego, salimos a buscar una ferretería abierta por el barrio para comprar una zapatilla, el nombre del artefacto lo hace reír, caminamos por Cuenca abajo del sol, le gusta caminar, las calles están vacías, mantiene la espalda recta, el paso un poco rígido pero elegante. Empezó a escribir de chico, en el colegio, tenía aptitud. Redacciones, cartas. A los dieciocho años un maestro le dijo que escribiera. ¿Un maestro de escuela? No, un maestro, un tipo. No había terminado la secundaria, a los dieciséis años estudiaba en el Normal Mariano Acosta cuando murió el padre, dejó la escuela y fue a trabajar. Al ferrocarril. Retiro. El padre y el tío eran ferroviarios. Tiene un hermano ocho años menor que vive en Italia y también escribe. El padre parece que escribía también, era muy lector, a Néstor le quería poner Florencio, Florencio Sánchez, se ríe, por suerte después lo convencieron. Primero escribía poesía, después dejó. No se me da la poesía, me pongo filosófico, me voy por las ramas. En cambio, creó esta escritura que llama poemática. Pero sus relaciones siempre fueron con poetas, no con narradores. Era amigo de Aguirre, Bayley, Madariaga, Molina, Ortiz, Gola, Alonso. Le gusta mucho Molina, más que Girondo. Es más denso, Girondo no es un gran poeta. Cuando él lo conoció, a través de Madariaga, Girondo andaba en silla de ruedas, lo había atropellado una moto por Florida. Era muy mujeriego, hacía grandes fiestas. De Bayley dice que necesitaba la murga, y que él se fue, no lo soportó. Fueron los primeros lectores de Nosotros dos, a la novela no le dieron el premio en el concurso de Primera Plana porque dijeron que tenía influencia de Cortazar. A Cortazar no lo conocía, le había enviado la novela a Paris y él escribió una carta fuerte de recomendación para Sudamericana, y discutiendo lo de su influencia. Así entró a publicar. ¿Cortazar? Le había pegado mucho Rayuela. También Marechal, Adán, pero más todavía El banquete.
Cada dos o tres sábados en el café, con Pablo, Hugo y Roberto, ahora algunos asados, otra noche en una pizzería brindando por los libros que aparecen y la perspectiva de que por primera vez se va a editar Cómico de la lengua en Argentina, ese fin de año todos juntos en la casa de María Teresa, pero al mismo tiempo en el comedor oscuro clases de computación que los dos queremos que terminen rápido para ir al bar de Mosconi, a cinco cuadras, adonde va todas las tardes. Entrando, levanta el brazo derecho y muestra la palma de la mano junto a su cara y cabecea apenas. Alfredo, el mozo, le trae un sifón y dos vasos, uno lo llena hasta el borde de vino Toro que Néstor va estirando, cuando se le termina el mozo se acerca y le vuelve a servir. La reacción rápida, sin necesidad de palabras, la precisión de cada gesto. Pregunto por las drogas. En esa época en Buenos Aires había droga por todas partes, estaba a la orden del día. Tomó eso que estaba dando vueltas para Orsinis, pero él no la usaba. Una sola vez fumó y le hizo mal, se separó en cinco, no sabía donde estaba. El verbo como en ingles, usar marihuana, usar cocaína. En el televisor pasan un amistoso Holanda-Brasil, le causa gracia que conozca los nombres de los jugadores. Desprecia el fútbol a favor del turf, aristocrático, aunque es de River y los domingos en la casa escucha los partidos por radio. Le divierte mucho el apodo Muñeco, de Gallardo, por la cara que tiene. Atrás de las mesas juegan al billar. Jugaba de chico, de prohibido, después ya no. Lo que sí le gustaban eran las carreras, y la quiniela. Ahora es imposible, hay carreras todos los días, y sorteos, lotería, quini, loto, raspadita, provincia, nacional, uf, sopla a través de los dientes. Para jugar a las carreras hay que estudiar, hay que leerse la revista. Una tarde en el café de Chacarita, hablando de las carreras, dice ese fue mí vía crucis. Y que en Paris trabajaba de mañana en Gallimard y a la tarde iba a las carreras. ¡Tres mil quinientos dólares en Boulogne! Además estaban Saint Cloud, Auteil, que era de vallas. Y también el póker, con Mariani y Juan Carlos Martelli. O en vez de ir al bar de Mosconi compró dos botellas de cerveza y yo traje una de wiskie y cuando salgo de su casa es de noche, es invierno, necesito mucho caminar, las frases se agolpan, ¿un Gorriarena puede valer 40 pesos?, meo en los pastos de una vía por Monroe, en Triunvirato y Olazábal subo a un 127 y me despierto en Boedo e Independencia, salto al viento frío, a un taxi, cuando se lo cuente va a sonreír con la punta de la lengua entre los dientes y los ojos muy abiertos brillándole.
La casa es alquilada de toda la vida, ahora por el hijo del antiguo dueño. Sólo, le queda grande, y piensa buscarse otra más chica o una pieza. Le da vueltas al asunto. Una de las últimas tarde que voy, me dice que si se muda va a tener que desprenderse de los muebles, también de la biblioteca, y que elija qué libros me quiero llevar. Abre las puertas. Veo uno o dos estantes con libros. El único que quiere conservar, además de los suyos, es la antología del surrealismo creo que de Pelegrini, un volumen gordo de Fabril, por el poema de Daumal “Hechos memorables”. Me lo hace leer, “Acuérdate de tu guardián”. El texto está marcado con algunos puntos negros al margen, tiene correcciones a la traducción, algunos yo tachados. Resaltan tres Cómicos, y un Nous deux del 74 que le mandó a la madre desde Paris, con una dedicatoria cariñosa de tono tanguero. Son los únicos ejemplares que tengo. Después, el resto, libros de conocidos, curiosidades, un Alambres dedicado con devoción por Perlongher. Abochornado, al final elijo El conocimiento silencioso, de Castaneda. Hablamos de Castaneda, le pregunto por Gurdjieff, dice que es muy complicado, que no quiere saber nada con eso. A mí me llevó a la locura. Un mal camino. Si, asiente, un mal camino.
Lo seguimos encontrando cada mes en el café de Chacarita. El cinco de abril lo vemos ahí, en algún momento de la charla pide si alguien le puede conseguir un almanaque grande, que se vean bien los números. Dos semanas más tarde me estiro hasta Villa Pueyrredón por última vez, es un lindo domingo de otoño, bajo del 90 por adelante y las piernas me llevan solas, paran frente a la puerta de chapa pintada de beige, acá quisiera que me dejen, al sol, con un pie sobre el umbral de mármol y a punto de apretar el botón de bronce mudo, mirando la chapa 2915 blanca, su borde de óxido que avanza, detenerme antes de ir al kiosco de a la vuelta, antes que salga la mujer se ponga una mano sobre la boca y diga que era tan correcto, un señor, que a los vecinos les extrañó no verlo, uno notó que la llave estaba puesta, habrán entrado, más tarde voy a entrar yo a una estación de servicio y voy a hacer los llamados, mañana en la comisaría 47, en Judiciales, el sargento primero Méndez, todas son escenas y nombres de una novela cómica escrita por él, pero ahora, en este instante, lo que yo quiero es parar el tiempo, que nada de esto pase, tocar el timbre y que suene, que la luz no esté desconectada, que no haya este silencio, se abra la puerta y aparezca Néstor Sánchez.



Mariano Fiszman
www.marianofiszman.blogspot.com

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS, por Germán García


Conocí a Néstor Sánchez en la época en que publicó Nosotros dos, cuando paseaba con Vicky –a quien le dedica el libro– por el mismo circuito que frecuentaba yo: los bares de la avenida Corrientes, el bar Moderno que se sustituiría por el Bárbaro, con esa población que retrataba el filme Tiro de gracia, protagonizado por Mario Skubin y Sergio Mulet (también autor del libro).
Fuimos amigos de entrada, leíamos cosas parecidas y teníamos un pasado donde algunos hilos se cruzaban. Algunas experiencias nos hermanaban (uso esta palabra por mi hermano, ya muerto).
Vicky era Victoria Slavuski, que mucho después publicaría Música para olvidar una isla, una novela erótica donde los temas de la amistad y el amor, con algo iniciático, hace presente, de alguna manera, a Néstor Sánchez.
Lo recuerdo altivo, con una mezcla de paciencia y violencia contenida que apareció más de una vez (en esa época las peleas eran frecuentes).
Nosotros dos tenía para mí, en aquella lectura de hace cuarenta años, algo del tono de Pavese y de la Nadja de Breton, también de Kerouac (lecturas que compartimos). Además el gusto por cierta literatura iniciática que giraba en torno al budismo zen, la experiencia de la mescalina, etc. Lo que no excluía que leyéramos los trabajos sobre el lenguaje de Merleau-Ponty, un poco antes de que el “estructuralismo” estuviese de moda y la lingüística circulara entre quienes escribíamos.
Julio Cortázar elogió a Néstor Sánchez en unas páginas de La vuelta al día en ochenta mundos, lo que hizo que la segunda novela, Siberia blues, fuera más leída y llamara la atención sobre la primera.
Yo era nueve años menor que Sánchez, de manera que podía celebrar sus logros, lo que no era fácil para los que tenían su edad. Nuestra amistad no era privada. De los años que viví en hoteles y pensiones me quedó la costumbre de los bares y los restaurantes como los lugares más apropiados para la amistad. Aunque alguna vez Sánchez fue a mi casa, donde yo vivía con mi primera mujer y mis dos hijos.
Recuerdo que una noche lo invité porque Osvaldo Lamborghini lo quería conocer (mejor sería decir que quería saber qué opinaba de El fiord, que se estaba por publicar). Y llegó la pregunta que Sánchez no podía eludir porque yo le había pasado el manuscrito antes, de manera que respondió sin inmutarse: “No me interesa en absoluto este tipo de literatura”. Lamborghini, según le dijo una noche a Rodolfo Walsh, dividía la literatura en un antes y después de su libro. Así que la respuesta lo dejó mudo un rato. Hasta que empezó a explicar la ceguera de Sánchez, que había dejado de escucharlo y hablaba de Coltrane, que sonaba en el tocadisco.
La comida duró, pero el clima había cambiado. Nuestra charla viró hacia temas iniciáticos y entendí que los tomaba demasiado en serio. Eso para mí era una especie de broma para él empezaba a ser parte de una desesperación.
De su literatura me gustaba –me gusta– el fraseo musical deliberado y una desarticulación de la sintaxis que es imposible no relacionar con la de Macedonio Fernández en los mejores momentos de Museo de la novela de la eterna.
Cuando publicó El amhor, los orsinis y la muerte (1969), yo había publicado Nanina un año antes y Sánchez me hizo comentarios amistosos. La dedicatoria particular de su libro lo dice: “Para Germán, entre el maestro y la parca, con la intuición de la amistad que no debe finir, Néstor”.
La búsqueda de un maestro, la parca y el deber de la amistad: su programa de vida parece resumirse en estas palabras. Amhor, con esa letra muda y enigmática, las mujeres sustituidas por los orsinis en paráfrasis de un conocido título. Leo en la página 153: “¿El surrealismo es una pendejada infamante, la arrogancia úbico-psicologística? Escribo más de diez horas por día (palabras viejas, viejísimas) me alimento mal mientras crece la barba; como si todo absolutamente todo pretendiera empezar a partir del Sarmiento y yo que lo miro. ¡Acaso sigo necesitando una mujer benéfica, concertante, de cámara?” La pendejada del surrealismo había sido de su gusto, leía y conocía a los surrealistas de Buenos Aires: Madariaga, Molina, Pellegrini. Ahora comienzan a resonar otras preocupaciones, la búsqueda de una sabiduría más allá del amor, más allá de una mujer benéfica.
Cuando se publicó Cómico de la lengua hacía tiempo que no sabía por dónde andaba, pero enseguida supe cómo leer ese libro extraño. Nuevos narradores argentinos (Monte Ávila, Venezuela, 1970), compilado por Néstor Sánchez, incluía a Miguel Briante, Antonio Dal Masetto, Fernando de Giovanni, Jorge Di Paola, Raúl Dorra, Mario Expósito, Aníbal Ford, Germán García, Leandro Katz, Gregorio Kohon, Héctor Libertella, Reynaldo Mariani, Juan Carlos Martelli, Martín Micharvegas, Basilia Papastamatíu, Ricardo Piglia, Ruy Rodríguez, Horacio Romeu, Germán Rozenmacher y Rubén Tizziani. Me llegó de sorpresa. La presentación dice que se trata de veinte narradores argentinos que “en el peor de los casos, sólo llegarían a los 25 años de edad” (en alusión a una decena de años antes de la publicación). Agrega: “Por dos motivos (exceso de edad y/o divulgación suficiente) fueron excluidos: Manuel Puig, Daniel Moyano, Tomás Eloy Martínez, Juan José Hernández, Rodolfo Walsh y Juan José Saer.
De los veinte narradores varios compartían con Néstor Sánchez el gusto por un texto que no siguiera lo que llama “novela de cámara”.
Dice en la misma presentación: “... por un lado la permanencia inevitable del realismo sin atenuantes (o con sus propias esfumaturas y modorras); por el otro la irrupción del Texto que querría negarse a ser cuento, o relato, crónica (...) el material vale la pena porque muestra una transición y, al mismo tiempo, un cansancio, cierta confianza cuestionadora en relación con determinado criterio de realidad (y de palabra), más, al mismo tiempo, la sospecha de que el lenguaje escrito podría protagonizar una sospecha, como tal”. Creo que esta cita dice bastante de lo que Sánchez pensaba de la literatura, como de lo que efectivamente realizó.
Pasé unos años en Barcelona, cuando volví en 1985 no tardé en encontrarme con Néstor Sánchez, que unos meses, un año después volvía de una travesía de largos años, de una penuria impuesta por su certeza de encontrar un absoluto, de escapar de la finitud de la parca. Charlamos unas horas en un departamento que yo tenía en Junín y Viamonte. Fui a comprar una botella de whisky –fue lo que prefirió–.
Me preguntó si me molestaría que se sacara una dentadura postiza que le molestaba. La dejó sobre la mesa, era un objeto que presentificaba la muerte de la que no dejaba de hablar. Había publicado o estaba por publicar La condición efímera, un libro de relatos donde aparecían sus ideas esotéricas. Después de un tiempo en París había vagado años por Nueva York, extraviado en su búsqueda de la eternidad (otro rasgo que lo relaciona con Macedonio).
Le presté un lugar donde dar clases, hacer un taller literario, alguna cosa que lo pusiera de nuevo en circulación. Dio algunas clases a unos jóvenes entusiastas que conocían su nombre y algo de lo que había escrito. Ignoro por qué la cosa no siguió.
La tarde de nuestra charla me dijo que era posible que viviese cientos de años. Frente a mi silencio matizó con algo que podía convertir su desesperación en una broma: “No puede ser que uno se pase la vida como un imbécil y que cuando empieza a entender algo tenga que morir”. Acepté sus palabras con un movimiento de cabeza, era alguien a quien quería y ese encuentro me resultaba doloroso.
La novela de Victoria Slavuski (Vicky) tiene una cita de Tennessee Williams, que podía ser justa para definir ese momento, donde estábamos “como niños armando un nombre de Dios con un rompecabezas que está equivocado”. Supe de sus últimos años lo que hubiese preferido ignorar, por eso me alegra que ahora exista para otros como existió para muchos de nosotros.



Germán García

MIETTES, por Norberto Guarnieri

Escribo, aunque tenga un sentimiento ambivalente, tal vez porque escribir sobre un hombre tan... no puedo definirlo definitivamente, sobre eso quiero manifestarme, sobre las sensaciones que Néstor Sánchez despertaba en mí: en su alumno, en su admirador y en su intrigado observador. ¿Cómo sacarlo de esa oscura sensación que lo envolvía?; sí, me hubiera encantado poder ayudarlo y les aseguro que lo pensé en muchas ocasiones, sobre todo cuando lo veía tan triste, no recuerdo haberlo visto verdaderamente alegre alguna vez, y creo que no exagero si les digo que no recuerdo una carcajada de Néstor, yo mismo trataba de hacerlo reír, creía que de esa forma lo ayudaba, ¡qué iluso!, no comprendía lo profundo de su sentir por la vida y por la muerte (“Se debe vivir de modo que se tenga, en el momento oportuno, la voluntad de morir”, Nietzsche). Creo que me apreciaba mucho y he logrado hacerlo sonreír en más de una ocasión (no, carcajadas no); corría con alguna ventaja ya que el taller era en su mayoría formado por mujeres; lejos de ser una observación machista, esto significa solamente que se sentía mas relajado en algunas charlas conmigo, puesto que con las mujeres era extremadamente respetuoso, en esa época al menos, espero que no lo haya sido siempre.
Néstor Sánchez era un gran erudito, siempre hablaba con gran seguridad, la del que ya lo vivió, le gustaban mucho las miettes (“Morirse es un drama sin atenuantes”, N. S.); pequeñas frases o trozos de poemas que sorprendían al oyente por su justeza y por lo conciso del mensaje. Él vivía de miettes, un pedazo de pan y otro de queso un vasito de vino y charlamos un poco: “Un trabajito, por favor, un trabajo, Norberto”. Me pidió que le consiguiera un trabajo varias veces y yo le decía: “Néstor, ¡qué trabajo te puedo conseguir yo a vos!; el trabajo que vos te mereces no puedo conseguírtelo yo”. Así eran los diálogos extraliterarios, que hacían pensar en un país para “piolas y avivados” en el peor sentido; en esa segunda década infame de los noventa, una persona tan valiosa como Néstor Sánchez no tenía lugar en ningún puesto acorde con su capacidad cultural y humana, tenía que tratar de vivir dando algún taller o dando clases de algún idioma, o no sé cómo, les juro que me jodía poderosamente y me sentía incapaz de solución alguna.
Quizás tenga que hablar del taller literario, más que de mi impresión sobre Néstor como hombre integral, pero quizá sólo de esa manera podríamos entender a un hombre como él, que llegó a ser un gran escritor sólo después de ser persona y, como a toda persona, le pasaban cosas, y a Néstor vaya si le pasaban. Nosotros, y ahora hablo de los compañeros del taller, sabíamos algunas, pero seguramente eran las menos; lo cierto es que su falta de alegría me obsesionaba, no podía entender cómo un hombre como él, que había logrado lo que yo ambicioné tanto tiempo, lo que yo creí que sería la felicidad y la cima para cualquier aspirante a escritor, no podía ser feliz. ¿Será que la felicidad completa es una ficción?, ¿será que la realidad supera la ficción?; lo cierto es que Néstor hizo que (me) replanteara mi vida de escritor, seudo escritor, aspirante, o de intelectual, seudo intelectual, aspirante; fue una persona muy importante en mi vida por acción o por omisión, ya que aprendí muchas cosas que él nos marcaba, quizá sutilmente con algún breve comentario, siempre cuidadoso de no lastimar; creo que Néstor era incapaz de lastimar a nadie, me impresionaban muchísimo sus silencios, me gritaban montones de cosas que yo quería rebatir y no sé por qué siempre lo hice, en estos casos, desde el silencio o la cobardía del no decirle lo que pensaba totalmente; creo que fue por el respeto que siempre le tuve que temí lastimarlo, justamente a él que era el que menos se lo merecía (hay un poema mío que habla de este tema y que le dediqué). Siempre es grato recordar aquellas horas en que, entre silencio y silencio, nos recomendaba que leyéramos El oficio de poeta de Pavese o el Eclesiastés del libro sangrado, el penúltimo capítulo del Ulises o el Giacomo de Joyce, Hechos memorables de René Daumal, el “Kaddish” de Allen Ginsberg o a Eliot y algunos más que luego seguiré enumerando. Sus comentarios eran muy escuetos y había que saber tomar rápidamente lo que decía e interpretarlo, casi siempre unido al silencio como significativo comentario que, cuando le gustaba bastante lo que habíamos leído, podía ser: “muy bien, está muy bien eso”; o aquello de la puntuación, siempre recuerdo la coma, el punto y coma; ¡ah!, los dos puntos: nunca había escuchado hablar de la puntuación de esa manera, me sorprendió gratamente y me hizo prestarle mucha más atención, recuerdo su apasionamiento por la puntuación como algo muy importante en su estructura de enseñanza. Nos recalcaba siempre el cuaderno de notas y la lista de palabras (a la que yo llamaba palabras listas) como algo fundamental para cualquier aspirante a escritor, insistía con que la materia prima de un escritor es la palabra, entonces cada uno debía forjar su propio tesoro con frases y palabras que en algún momento iba a utilizar; él tiraba sus miettes y los concurrentes debíamos pescar sus comentarios fugaces, parecía un oráculo, lo respetábamos mucho y aprendimos a quererlo, desde los sutiles sentimientos que genera el que enseña sin alardes, desde la sapiencia natural del que sabe sin aspavientos, sin necesitar nada, nada.
Alguna vez me pregunté si eso que hacíamos (Silvia, Cecilia, Mónica, Patricia y yo) era en verdad un taller literario y creo que no; que no era un taller convencional, era más bien una reunión de gente que quería escribir con un hombre con mucha experiencia literaria, pero a la vez muy particular, y en principio nosotros esperábamos una devolución más acorde con un profesor y lo que teníamos eran pequeñas impresiones que con el tiempo aprendimos a decodificar y a utilizar de alguna manera haciendo nuestra propia experiencia. Nos guiaba en muchas lecturas: El halcón Maltés de Hammett; El oro de Blaise Cendrars; El ángel subterráneo de Jack Kerouac; Luz de Agosto y Las palmeras salvajes de Faulkner; El gato y el ratón de Gunter Grass, pero especialmente la editada por Joaquín Mortiz; así era él, un perfeccionista en esas cosas de la literatura y no así en otras, a las que el común de la gente les da muchísima importancia. En los últimos años que lo vi regularmente, a principios de los noventa, ya le interesaban pocas cosas, o por lo menos eso era lo que trasmitía, se relacionaba con muy pocas personas y muy pocas cosas; recuerdo cuando me dijo: “ya no sé qué leer, me quedan tan pocas cosas que me interesen verdaderamente, que no sé qué leer”. Comentario grave, gravedad que, como un estigma, venía grabado en su nombre y apellido.

Espero haber sido lo más fiel posible con mis recuerdos y anotaciones de aquella época, y también espero no haber traicionado el recuerdo siempre cariñoso de Néstor Sánchez. Termino con dos miettes que él nos dictó de Cesare Pavese: “La inquieta angustiada, que sonríe sola” y “Esa muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”.


Norberto Guarnieri

nguarnieri@hotmail.com

LO INCURABLE, por Liliana Heer

–Vida ¿quién eres?
–Una fuerza que practica el bien y siempre quiere el mal.
L. H.


Página nicho.
Aquí estoy Néstor, con los resortes de la imaginación alerta, buscando papeles, servilletas traslúcidas, leyendo lo leído.
Yo conocía tu rumor en mi alma y en mi alma eras libre de hacer quanto quisieras.
Tu letra, la “q”.

Vuelvo a leer tus novelas, las notas que tomé alguna tarde, cuando escribíamos de a dos.
Podría matarlos con un estilete de dos puntas. La presión sostenida y progresiva. El viejo subido a un banquito para homologar altura. De costado ellos envueltos en una funda de lona, a cabeza descubierta, oreja contra oreja facilitando la estocada.

Ensayábamos tiradas cortas y menos cortas. Se llamaría Ménage à trois.
Pero en otra composición, sugerí: Dos hombres y una mujer.
Aceptado.

“Ley del tres” tenía una cita de Gregory Corso.
Besides me, in all its martial pose, walks real opportunity.

Otra vez tu letra: Ménage à trois.
Los nombres: Ella es Paula. A los muchachos los podés elegir.
Mauricio y Rafael.
Anotaste como primer capítulo: Ironía.
Hiciste una raya de margen a margen y debajo:
2 Paula Rafael,
3 Mauricio Rafael,
4 Los tres.

Lo demás aparte, escrito a máquina.
Paseabas por la habitación, llegabas a la ventana, parecías seguir.
Tan fácil como detener el mar, dije.
Todo está perdido.
Demasiado tarde.
Lo sabíamos.
Joyce lo dice mejor y empecé a leer:
La primera noche que por primera vez la vi en lo de Mat Dillon en Terenure. Amarillo, encaje negro llevaba. El musical comanda. Nosotros dos los últimos. Destino. Detrás de ella. Destino. Alrededor y alrededor lento. Rápido rodeo. Nosotros dos. Todos miraban. Alto. Ella se sentó. Todos los expulsados miraban. Labios riendo. Rodillas amarillas…

Sale de ahí, ¿lo sabías?
Carcajadas.

Primera escena
Parte I
La riqueza que apareció en ella en los últimos tiempos (riqueza de percepción, de lenguaje) hizo que al recibir la noticia, Mauricio no se sorprendiera. Era evidente que Paula se sumergía en la interioridad de otro hombre. Por supuesto, se encontraron en el bar que designó Paula con extrema gravedad en el teléfono.

Siete de la tarde, el crepúsculo, en el venturoso mes de septiembre. La mesa al fondo, sin dar a ninguna posibilidad de perspectiva salvo el mismo bar. Primero sombra en un idilio caracterizado por la infrecuencia.
Importante la elección de alcohol por parte de Mauricio, Paula repitió café, se abrió el pelo en dos, aproximó en parte su torso, hecho que tal vez le hizo pensar a Mauricio en la devoción necesaria que requiere todo verdadero secreto.
Se trataba en realidad de otro hombre, no reciente, lo había precedido como única reserva y ahora la confesión se hacía impostergable. Tal vez Paula ya presentía el presentimiento de Mauricio. Él no había hecho más que estar con Rafael, el otro hombre a punto de ser relevado en la mesa del bar.

Un verbo de ambigüedad absoluta, violenta el contexto. Podría entenderse exaltar, pero también absolver o destituir o sustituir.
Tampoco ellos saben lo que desean. Todavía.

En lugar de callar, Mauricio preguntó: Es posible que me adelante al secreto. ¿Es posible que cierto rasgo de belleza te pertenezca de una manera oblicua? ¿No he hecho más que estar con otro hombre?
Paula encendió un cigarrillo con el resto de su cigarrillo y respondió: Él sería más benévolo, mañana lo sabrá.
Mauricio también fumó. No entraría en comparaciones, no ha sido su arte hasta hoy.
¿Acaso Rafael no ha hecho más que estar conmigo desde que me conociste?
Y Paula: En principio, su pasión aumentó, es justo reconocerlo.
Mauricio pidió otra copa: Cuesta presentir por qué has elegido este momento, pero se supone que sería el momento perfecto.

Hasta ahí la primera tirada. Fuimos interrumpidos por un amigo lenguaraz y celoso, desordenó papeles, descreyó, despreció. Distrajo.
En sus ojos la comedia del pecado.

Carbón al fuego. La vez siguiente hablaste de Paula, tu pequeñísima hija mujer. Habías tenido una hermana, la fotografía sobre el respaldar, en el marco una cinta negra, te arrodillabas en la cama para besarla, siempre niña de blanco con un moño en el pelo.
Tenías pudor de ver a tu hijita desnuda. Estabas en España, a pesar del General Franco eras feliz, escribías sin parar Cómico de la lengua. La escritura me había sido dada, dijiste. Vencido el pudor, el cuerpo de Paula. En la niña crecía una condena, consultas, diagnósticos, dilaciones. No. Primero dudas, después el sacrificio. Perder y perder.

El ojo del cielo revela escasa gentileza.

Por afinar tono leemos a Rihaku. “Carta de la mujer del mercader del río”:
Cuando usaba aún el pelo corto sobre la frente
Y jugaba en el portón recogiendo flores,
Viniste montado en una caña de bambú
Y trotaste alrededor de mí, sentada, jugando con ciruelas azules.
Y seguimos viviendo en la aldea de Chokan,
Dos chiquilines sin antipatía ni malicia.
……………………………………………………….
Arrastrabas los pies cuando te fuiste.
El musgo crece ahora en el portón……………….
Envejezco……………………………………………

Primera escena
Parte II
Paula pareció exaltarse: tal vez conozcas a Rafael, la mirada de Rafael, la quietud de las manos de Rafael, la melancolía de Rafael, lo llevo, es cierto, en mi cuerpo. A él te asomaste al tratar con mi cuerpo.
Mauricio, tras descruzar la pierna izquierda, también inclinándose: ¿Y qué es lo verdaderamente tuyo?
Ahí, ante esa pregunta apareció la urgencia de confesarme a ambos.
Mauricio, después de un trago: ¿En qué se basaría su benevolencia? ¿Le harás un recitado de lo que llevás de mí?
Paula, apoyándose en el respaldo de la silla, lloró.
Primero una mueca, después ocultó su cara entre las manos con cautela, sin la menor arrogancia: Tal vez sea nada más que la historia de un nexo entre dos hombres que de otro modo no se conocerían. Separados por una especie de abismo de lo remoto.
Mauricio imitó la posición de Paula, apoyado contra el respaldo volvió a fumar.
¿La admiraba? Quintaesencia de la trivialidad. Durante años en esa caja de carne un alma femenina entró en correspondencia.

Corte a negro.
Subrayamos ciertas construcciones sobre el pasado.
Decís: Te presentaste como autora de una novela pornográfica, Bloyd.
Escuchaste eso, no creo haberlo dicho. De cualquier manera, nos conocimos antes. Mario Espósito hizo una reunión cuando salió El amhor, los orsinis y la muerte. Tengo la estampa de un Néstor alto, grande, oscuro de verano. Fumabas, te reías con el cuerpo. Empezabas a partir. Cada uno con su Heriberto, dijiste al despedimos.
Lo recordás. ¿De qué signo era tu Heriberto?
De Tauro.
Estabas más sola que sola.

Comemos y bebemos. No importa quién hable, es siempre igual: libros, viajes, drogas, amigos, películas, el suicidio. Estar trabajando con enfermos terminales en un hospital público promueve la ilusión de acceder a esa secuencia sin ningún obstáculo. Morir de a dos ante un paisaje marino. Morir como quien contempla un recuerdo, sin futurología, caminar descalzos por la arena. Había tantos ahorcados como en el hueco de mi mano, repetís intentando convencerme.
La tercera mitad es un cementerio.
Argentina también.

Dos décadas de ausencia.
Hasta llegar a Artaud:
Volverse a encontrar en un estado de extrema conmoción, esclarecida por la irrealidad, con trozos de mundo real en un rincón de sí mismo.
¿Era el epígrafe de Cuaderno del peyote?

Segunda escena
Parte I
Fue al día siguiente que Paula visitó a Rafael en su casa. Permaneció allí sólo una hora, durante la cual Rafael se obstinaría en evitar lo inevitable.
Cada vez que Paula empezaba a decir, la interrumpía, le tomaba la cara, partía en dos su pelo, enumeraba las ciudades que había conocido, parecía tender a subyugarla. Pero en realidad había otro hombre.
Entonces, el cambio experimentado al regreso del último viaje –inquiere Paula.
Si hubo cambios, no fueron de mi exclusiva pertenencia. Sería un desprestigio repetir la trama. Mauricio confió en mí la traducción de Schopenhauer. Intercambiamos opiniones sobre la farsa menor, la elección final, la renuncia wash. Resolví optar por plenitud de crueldades e injusticias.
Paula observó sin entusiasmo una dificultad progresiva. El centro de equilibrio se había desplazado. No tuvo reservas en acusar impacto.
Hay algo distinto, afirmó con sinceridad mirando la habitación en apariencia absolutamente idéntica.
Es la luz, comentaría Rafael abrazándola.

Nos parece bien, sin embargo hay coincidencia negativa en optar por la expresión crueldades e injusticias.
¿Será el pesar bilingüe?
Algo más, rechazo al codo a codo, hasta el límite de arrojar bombas en los mingitorios.
No hay riesgo, Rafael vive aislado. Además, nunca Mauricio acordaría la demanda de ese mecanismo. Es un aristócrata, el populacho lo estremece.
Tampoco acordaría en abandonar la idea de suicidio por contemplación.
Allí entra Paula.
Entre sexualidad maldita y arte.
¿Y si Paula vio algo más que una tonalidad de luz en la habitación?

En “Ley del tres” hay una fotografía de la madre y poco después una apelación bíblica. Los personajes se contagian.
Ménage impone las “Impurezas legales” del Levítico 15:
Y si el que tiene flujo escupiere sobre el limpio, éste lavará sus vestidos, y después de haberse lavado con agua, será inmundo hasta la tarde.

Salimos a caminar. Hacemos unas cuadras, entramos a Virgilio. Pedimos vino tinto. Hablamos de las novelas que estamos leyendo para un concurso. Hay poco, casi nada. Una.
El título es muy sancheano, sin categorías previsibles, hay impacto-extrañeza, se abren circuitos sensoriales, el lector está invitado a darse vuelta.

Argentina opaca. La televisión muestra a De La Rúa, Jefe de Gobierno, dando un discurso lamentable en la Feria del Libro. Su retórica destinada a las instalaciones sanitarias nos devuelve a los mingitorios destruidos.

Segunda escena
Parte II
Paula con soltura inesperada pone sus manos sobre los ojos de Rafael. Imágenes dispersas en un armazón invisible. Un mismo impulso, premura de bocas.
Rafael: Desconozco palabras mejores, las desconozco también en significado.
Paula confiesa necesidad, resalta cierto fervor imperativo de búsqueda, no puede concebir sordina sin imaginar un dolor intolerable. Soñó haber llorado en un espacio baldío, una pared armada con botellas rotas la separaba de él.
Rafael niega suavemente con un gesto, ese mover los acerca y los aleja.
No hay obligación específica, sólo merecimiento. Ten cuidado con lo que deseas en la juventud porque lo conseguirás en la edad madura. Era Goethe, ¿verdad?
Sin miedo, antes de la madurez también se consigue, concluye sin exageración de ímpetu Rafael.
Paula sonríe avergonzada, una diafanidad dificultosa la suspende. Sacrifica sus ansias de hablar, frena la compulsión a la ternura, el ritornelo de una intimidad inobjetable. Se despide con la certidumbre de no poder olvidar aquella tarde. Siente la expresión de Rafael en trance de impedir su fuga. Baja por escalera los dos pisos y camina, cruza las calles sin pensar, sus pasos agregan una pausa a la pausa, perdidos en una inmediatez acogedora.

Tu fragilidad, a la que Simone Martini
Hubiera dado un golpe de gracia

¿Esperabas sangre?
Tal vez una violencia a lo Urondo, menos decorosa. Estos hombres se comportan como señoritas en la figura de una sensiblería...
Remotísima.
Risas.

El rasgo melancólico de Rafael marca esa disposición al merecimiento, no quiere desprenderse de ninguno de los dos.
En definitiva él ha sido pionero, permanecerá.
También el intruso, ¿o formularías una apelación en su contra?
Convengamos en su poder seductor ¿preferirías acompañar ese rasgo del adjetivo irreprochable?

Se impone interrumpir. Sabemos que El lenguaraz puede llegar en cualquier momento, es miércoles, día de encuentro con amigos. Antes de ir a El Cuartito guardo las hojas en un almanaque viejo.
¿Creerías, Néstor, que siguen ahí desde entonces?

Tercera escena
Parte I
El ritmo no es una continuidad, es una oscilación. Mauricio y Rafael se reúnen en el mismo bar, los inconvenientes previsibles de la espera añaden confianza. Llegan juntos. La puntualidad no les concierne, uno y otro sabe que es Paula quien insiste en el desplazamiento de la órbita. Un afán aséptico adquirido por deliberación prolongada.

Con precaución de cirujanos escribimos las cinco frases de esta escena, en realidad fueron varias más, una y otra antecedida por desencadenamientos y retenciones.
El tiempo y el tiempo, mortalidad superlativa serruchada. Leemos a Daniel Sibony:
El rostro es un borde del tiempo, en él la orientación, inhallable, se
desempeña en todo sentido y desconcierta a todos los sentidos…
Antes, delante, son lo mismo en hebreo en singular: se dice a la faz de; también por temor a. Como por temor a que no aguante; en el no de la angustia donde aflora el tiempo…
Ninguna simetría entre el antes y el después; es un buen signo.

Tercera escena
Parte II
No hay mesas contra la pared, la preferencia de ambos se desplaza. Oyen por la ventana a un diariero vocear. Los amigos sonríen, imaginan la noticia, parodian: Noche de sentimentales.
Por un momento larguísimo el desasosiego parece desvanecido.
Los amigos hablan de traducción, Schopenhauer opera de intermediario, pesadez y resistencia: una columna redonda es mejor que una columna cuadrada.
Humor, acuerdo, entusiasmo.
Beben alcohol, repiten el trago, fuman, prometen reflexión, olvidan. Saben que es mejor callar, fuera de síntoma la farsa del lenguaje, esa conspiración de alegrías minúsculas.
¿Vida o palabra?
Mauricio llama al mozo y pide otra botella. Rafael intuye el estupor abominable de la sobriedad y lo acompaña. Se taparía la boca para no gritar.
La demencia funcional del ambiente, el desfile caótico de proveedores entorpece la fluidez.
Intentaría un rezo, admite Rafael, sólo por conjurar a la especie, el desenfreno devorador del pío pío ¿cómo decirlo?
No queda otra prerrogativa.
Rafael delibera: Siempre hay maleficios defensivos.
A evitar, concluye Mauricio y se dirige al baño.
Cuando vuelve, antes de tomar asiento, deposita arriba de la mesa un sobre. La letra de Paula, su inconfundible caligrafía en el costado derecho. Sus nombres. Rafael, a instancias de Mauricio, corta con los dedos la punta izquierda del papel, lo desgarra. Mientras realiza minuciosamente esta operación repite la misma famosa frase que suele repetir ante situaciones que lo superan: Meto una bala en mi pecho la noche de mi muerte.

Corte a negro.
¿Y tu corazón?
Inconsolablemente triste. Un día supe que la aventura del conocimiento había llegado a su fin.

Nunca más escribimos. Como si hubiéramos olvidado la historia sin lamentar el olvido, sin intento alguno de continuidad.
Esa carta escrita por Paula sobre la cual conjeturamos variados desenlaces nos condujo a otro sitio. A las cartas que le escribías a tu madre desde New York, al “Diario de Manhattan”, los géneros menores, Kafka.
Lo fragmentario ocupó el interés de Ménage.
Trunco.
Instalada la sospecha, el artificio de narrar en contrapunto a las vivencias duraderas parecía un argumento inobjetable.
Se cristaliza el silencio textual.

M, P, R, “emeperra”.
Los tres en convivencia, la fórmula “palito y botón” en busca del desierto orgánico es considerado obsceno.
Juicios contra la especie no por adhesión al borgismo sino por rechazo a la finitud.
Necesidad perentoria de abominar todo impulso basado en la fe en la vida, reinado de obviedades, estafa sin atenuantes.
Ella elige matarse.
Ella elige matarlos.
Ella se aburre.
Los deja,
huye,
viaja.
Sol sucio.
Nostalgia.
Plan sádico.
Influencia.
Planeta vergonzante.
Como en la Perinola, al final, todos pierden.

Las cartas a tu madre, extensísimas notas, puntos de vista sobre la experiencia del despojo, la disyuntiva ética, los ejercicios acorralantes de la consciencia, la imposibilidad de asombro. El inexorable atajo por responder a interrogantes esenciales, por detonar ese estado.
Es que existe alguna remota posibilidad de consuelo, preguntabas.

Entonces comenzó a proliferar mi oficio de animadora del vacío. Atacaba el modelo épico, tu supuesta adhesión a lo vivido, proponía lecturas, ironizaba sobre ciertas formas de inhibición disfrazadas de poética oscura. Misiles contra la página en blanco, contra la inspiración, contra el olvido de felicidad incomparable que genera el escribir. Por instantes minúsculos, volvías a creer, sin embargo, el telón de fondo era irreversible, se instalaba de inmediato acompañado de estiletes ocurrentes, divertidos:
¿Y yo qué soy en tu vida, Walt Disney?

Sabía que algunas estocadas estarían dirigidas a la voluntad, otras a la apícola condición femenina, a la irresponsable maternidad generadora de muerte. Contra el psicoanálisis no te pronunciabas, el lema de hacer consciente lo inconsciente te había marcado a fuego.

Durante algún tiempo fue distinto. Singularidad como principio de filiación a la orden.
Si nos hubiéramos criado juntos
hubiese sido siempre así.

Extraño las maneras, Néstor, tu delicadeza ante el dolor. “La maldición privada” dejó de ser el título de la novela incestuosa que escribiríamos juntos. Leíste el manuscrito, la imagen fue ganando espacio, empezamos a ver películas. Dos voyeurs silenciosos exhumando latencia.

Si un cuerpo es posible es posible cualquier derivación.



Liliana Heer
www.lilianaheer.com.ar


KADISH O SINÉCDOQUE, por Pablo Ingberg

Leo o releo papeles que escribió Néstor para la psicoanalista, tiempos en que un grupo de próximos soñábamos con que así podría acaso abrirse una vía de retorno a la escritura como único posible consuelo, o al menos a una mínima ilusión de sentido. Encuentro más bien allí su gran o única o gran única cuestión de siempre: la presencia sin solución de continuidad del sinsentido de una vida marcada por el final cierto y después nada. Es hipnótico: no puedo sino sentirme poseído por ese demonio que también es mío desde la apenas niñez, pero –por fortuna para sobrellevar el cuerpo con algún entusiasmo (poseído por el dios)– en mi caso con solución de continuidad. Se me compaginó entonces aproximadamente el recuerdo de una profecía suya muy pesada, contundente como una roca lanzada desde la cima, tanto que nunca se borró en mí el peso de ese impacto sin paracaídas aunque se me borrase la precisión de los detalles: luego de alguna de nuestras charlas alcohólicas (ginebra y cerveza él, yo una de las dos) en el bar de Diagonal Norte (con Jean-Jacques Bajarlía, Liliana Heer, Carlos Riccardo, Luis Thonis a veces), la seguimos por la calle (veo todavía noche, vereda a la intemperie, los dos frente a frente de pie); a su consabida aunque no por eso más sobrellevable cuestión del sinsentido, pero ávido superlativísimamente de algún sentido que ocupara el lugar del después nada, un algo edificado sobre esa roca etérea, le respondí, si se quiere, más agnóstico que él, sin siquiera la fantasía de esa esperanza, y por lo tanto, en el fondo (abismo), más desesperado (sin esperanzas por allí), que en efecto después nada, pero vivimos, en un sentido adicional al biológico de los organismos, gracias a algunas ilusiones en las que conseguimos creer (viven como si fueran inmortales, dice más o menos Néstor en esos papeles) y nos hacen construir en el aire, con provisoria amnesia del abismo sin fondo. Mis palabras fueron más exaltadas de alcohol y contundencia, no las recuerdo con precisión, pero sí recordé hoy al despertar, leyendo esos papeles, su contenido similar al que acabo de exponer, exponerme. Con su respuesta, su pesadísima piedra de molino demoledor o machacante atada a los pies del suicidado en el abismo del agua (un devolverse a la placenta sin recomienzo), me pasa lo mismo, no recuerdo las palabras exactas, pero sí la idea como balazo de cañón: ah, pobre de vos, qué difícil va a ser tu vida. Y la verdad que en buena medida es cierto, siempre lo fue. Pero no tanto, casi infinitamente menos que la de él, diría, aunque en la hipnosis lo roce cuando aflora el abismo en carne viva. Hay algunas amarras que me sujetan, nunca con completa solidez pero al menos con soga que sostiene en vez de ahorcar, a la superficie donde se mueven las aguas cotidianas y remamos. Él pone (se lo oí, lo leo) términos extremos, hipnóticos, a ideas que ya habitaban en mí, como que la procreación es un acto de irresponsabilidad (en sus términos extremos: “una de las acciones de mayor irresponsabilidad e inconciencia que el hombre tiene a su alcance” –y sin embargo él procreó–). Nosotros, los que lo frecuentamos en sus últimos quince años de pese a todo vida, sabíamos –por sus propias escuetas palabras que afloraban de tanto en tanto, si tal vez lo interrogábamos, cada vez menos en el progresivo declive amarrado con soga de psicofármacos recetados anestésicamente para la cirugía a pecho abierto del vivir– que la idea de la muerte y después nada lo asolaba desde siempre (desde la muerte del padre siendo él adolescente, me resuena), constante, irremediable, impsicofármacamente. Aquellas ilusiones, por así llamarlas, que le menté aquella noche de la profecía son el psicofármaco tal vez de muchos bípedos humanos como yo (de otros el dios dólar, diría Néstor en Manhattan, o lo irresponsable hijos), pero un psicofármaco bastante más amigo de la vida, porque achata de abajo (suspende unos andamios sobre el abismo) pero no de arriba, permite el vuelo o revuelo de esos entusiasmos ilusorios aunque vivibles como si: billete falso con el que compramos un churrasco placentero al paladar y nutriente de la sangre irrigadora de los órganos, música para pasar nuestro breve rato largo por momentos no tan mal. A intervalos el abismo visita, claro. Mi primera noticia recordada del impacto de la muerte fue a los cinco años: la radio anuncia la caída de un avión con resultado de equis muertos, la angustia de esa noche me tira literalmente al piso en llanto, de donde me consuela y alza mi madre (cuatro años después muerta junto a su marido y padre mío). Hace unos pocos días escucho en la radio algo que sé, he oído, leído, me desasosiega, me desconsuela casi tanto como la imagen de mi calavera repleta de gusanos que disfrutan de su raviol de sesos: la Tierra, el sistema solar desaparecerán, no quedará siquiera memoria de que alguna vez existimos, no sólo nosotros sino la entera especie humana, su lenguaje, su literatura (la prosa prodigiosa de Néstor). Pero digiero el trago, más que amargo, ácido de ácido sulfúrico que muerde y roe y funde el hígado, gracias a alguna ilusión traducida en acción concreta, como la de sentarme a traducir Shakespeare o a escribir esto, aquello. Néstor sin duda tuvo de esas ilusiones, con ellas escribió cuatro novelas extraordinarias, rioplatenses de otro planeta. Desde poco después de conocerlo, de hacerme cierta configuración de su karma (él no desdeñaba esa palabra, intentó estudiar sánscrito), ya me lo hago una especie de Rimbaud estrepitosamente empeorado de la vida: sabe que, en materia de escritura, ya ha dicho todo lo que tenía para decir, que sólo podría repetirse, o sea empeorar, y le resulta intolerable la sola idea de plebeyizar así su aristocracia del alma, de condescender así al churrasco cotidiano; abandona, pues, ese camino de horror, un tren fantasma sin –para él– ilusión posible de sonrisas para pasar el largo rato (el mientras tanto, lo llama él), pero no encuentra un África de tráfico de armas y sexo con sífilis o equivalente que le arregle la muerte sin necesidad de que él intervenga por propia mano; encuentra, en cambio, la peor de las ilusiones, la de creer en que, destruyendo concienzudamente con absoluta determinación todo viso de lo que los mortales humanos viven ilusoriamente como vida con algún sentido por momentos placentero (dolor, por supuesto, incluido y sin sensación desoladora de irremisible gratuidad), en fin, que por esa vía dolorosa (pero sin ilusión de cielo junto al Padre) podría encontrar más vida en esta vida, no en el sentido simbolista desleído (ni leído) de pasar un poco mejor el poco rato que nos es dado, sino en el sentido literal de mayor cantidad de años. Es difícil imaginar qué imaginaría hacer él con esos años de gracia en caso de obtener sus anhelados trescientos con renovación del cuerpo. ¿Años de desgracia? Yo creo, estoy casi seguro, estoy seguro de que se lo dije en aquellas nuestras primeras épocas, cuando él todavía hablaba a veces, etílicamente, de tales cosas sin llamarlas su enfermedad: ¿qué harías con todo ese tiempo adicional? Dando a entender, o pensando yo al menos, que si tan invivible había sido su vida (salvo, quiero imaginar, en momentos de ilusión como los que procrearon tan magnas novelas y en algún otro: “chispas” de beneplácito, los llama en uno de esos escritos a su analista), ¿qué mejor esperaba obtener en tan largo tiempo suplementario, que yo me figuraba como la horrorífica extensión del mismo desierto casi interminable, siempre con la gusánica y escarbante y escabrosa presencia de la certeza del final (y después nada)? Encuentro en uno de esos escritos cierta corroboración de mi Néstor Rimbaud: “Así la idea de retomar la escritura se vuelve prácticamente imposible, sobre todo si se tiene en cuenta la sensación global de haber dicho ya todo. Sólo podría escribir (y sería reiteración) sobre el aciago destino del bípedo humano obligado a vivir una vida tan breve y, al mismo tiempo, a darse cuenta del nunca pero nunca más”. Su hipnosis mortífera (cargada de muerte). El peso de su profecía en una mochila lo bastante toneládica por sí sola, sin necesidad de que se le sumaran regalos de un Papá Noel zambullido por la chimenea del abismo. Supongo que los amigos de –luego de un lapso de espaciados encuentros los dos solos en confines exsiberianos– mi segunda y más larga era colectiva con él (Hugo Savino primero –unión de percherones para tirar del carro un poquito menos pesadamente–, y casi enseguida Roberto Raschella y –creería que por esa misma cuestión del carro de Sísifo, siempre cada vez desde lo más abajo de todo por más esfuerzos que uno hubiera aplicado a remontarlo– Mariano Fiszman), que los amigos de esa segunda época, digo, conjeturábamos suficientemente en Néstor el desasosiego continuo de esa nada del después nada hecho ahora, nada es siempre ahora. (Esas junturas espeluznantes tenían curiosamente de escenario un bar de Chacarita, a metros de donde ahora sus restos o sobras corporales del breve almuerzo de la vida se deshacen en la nada del después.) Pero aquella conjetura (chacarítica y aledaña) del desasosiego nestoriano (después de tanto tirar de un carro –o ilusión de que lo hacíamos– que siempre retornaba al mismo lugar desesperante) encallecía por la frustración inerme (y la necesidad de tirar del propio carro, sin lo cual no se puede tirar de ningún otro). De allí que el poco alivio mediante el callo, en sí otro dolor (como el que hablo o me habla aquí), y el igualmente escaso de la distracción con las anteojeras de lo propio, den peso nuevo o renovado al final de ese escrito que leo o releo, algo que acaso, por su dignísimo pudor aristocrático del alma (la nobleza que no precisa exhibirse), él sólo podría haber dicho tan abrumadoramente por escrito y a su analista, es decir en una suma privacidad confidencial y en cierto modo obligada: “Desde que abro los ojos, ‘vivencio’ la muerte y no consigo, para el resto del día, agarrarme de algo. Es una angustia opaca, carente de nervios, una especie de pasividad al límite del llanto. Tengo que dejar de inmediato la cama y recurrir al comprimido que uso todos los días, así se reinstala la obsesiva asociación luctuosa, sin nada ni nadie que pueda llegar a mitigarla”. Comprimido, qué palabra. Recurrir al comprimido. La vida breve. La símil vida. Después nada. Y más nada todavía (si fuera posible) cuando el sistema solar desaparezca. Pero hay, ilusión mediante, un algo en esto mientras tanto, un mientras tanto en que él pervive cuando ya desvive su nada.


Nota bene: Había algo tan poderoso, o quedó en mí tan, en la confluencia o amalgama, o mejor aleación íntima de metales nobles, preciosísimos, entre la experiencia (léase con énfasis) de tratar a Néstor, en mi caso ese Néstor del último y no breve período argentino, progresivamente un condeduque del espíritu que, caído al lodo, se las arregla para no ensuciarse los zapatos, gastados e impolutos, y la experiencia estremecedora de leer sus novelas y relatos, algo tan poderoso que no sabría decirlo, ni para empezar decírmelo a mí mismo (sin posible acabar de decirlo abarcándolo todo como en un abrazo), de otro modo que por pequeñas sinécdoques. Aunque todo es sinécdoque y apacentarse de viento (Eclesiastés, cabecera de Néstor).
fines de 2006


Pablo Ingberg

www.pabloingberg.com.ar

SOBRE NÉSTOR SÁNCHEZ, por Silvia Mazar

Nunca volví a tener sentado frente a mí en el living de casa a un hombre como Néstor Sánchez.
Martes por medio, con su mirada vaga, el cigarrillo eterno y la frente húmeda. De tanto en tanto, una risa inocente nos premiaba.
Yo lo quería de una manera austera. Cuando encontraba belleza en un poema mío era un encuentro fervoroso, musical; cuando la devolución era “no, eso no” con una severidad de escuela, yo me avergonzaba porque seguramente él no hubiera querido tener que decirlo.
Aunque había una imperiosa necesidad de protegerlo, creo que era más fuerte su protección: esas palabras hondas con que transmitía su ética literaria eran protectoras.
Hubo tres conceptos suyos que se fijaron para siempre en mí. Casi a diario los recuerdo, los uso, me ayudan a hablar, a pensar, a ser.
Era bueno tenerlo en el sillón del living de mi casa, era muy bueno.

Marzo 2007


Silvia Mazar

TROESMA, por María Cecilia Mudanó


¿Dónde nacen las palabras, Néstor Sánchez? ¿Quién o Qué nos envía las que vienen a nosotros? Usted habrá querido saberlo también. Durante años las esperó febrilmente porque la invención es la vida del poema. Todo es invención como el Universo, que al mismo tiempo es ilusión ya que no podemos percibirlo en totalidad; dicen que es ilimitado aunque no infinito. Made me a mask.
Usted supo narrarnos su verdad de modo nuevo, una verdad que “no puede ser comprendida por la mentalidad burguesa”, sentenció en un De profundis Saavedra Guillermo.
Recibía las palabras del mar sin límites que tanto lo desvelara. Habrá sido por eso que en cierto momento se orientó en busca del saber sagrado.
Palabras –decía– como en el fragmento magistral de la muerte del loro, de acción precisísima así como el ritmo rutilante, sin cantito.
De sus novelas poemáticas diríase que son historias filmadas por podermiento de un lenguaje que condensa la imagen visual vertida en argentino portuario incomparable.
Yo, a usted, le conté la muerte de Dylan Thomas y le hablé del pie equino de Byron; le doné información acerca de la cantidad de poetas jóvenes argentinos de la década del sesenta, cuyo número –según cómputo producido por Edgar Bayley– ascendía a unos tres mil.
Usted, a mí, me juntó con Joyce, Eliot, Günter Grass, Claude Simon, Madariaga, Pedro Mafia y otros.
Una vez, usted apareció en mi sueño nocturno. Hallábase sentado en una mesa rojiza y brillante de delgados volúmenes, en el centro de un escenario amplio y vacío que veía en alto desde el nivel bastante más inferior en el que me encontraba, al pie de una escalera que descubro en el momento mismo en que voy a necesitarla. Ésta de la escalera es madera clara y también brillante. Veo el vacío por entre los peldaños.
A su término encastra en el escenario, tan ancho como ella.
Usted está esperándome. Viste camisa blanca inmaculada y suéter azul oscuro y, aunque ante mis ojos parece un juez, no me inspira ningún temor, siento respeto y curiosidad. Se le ve serio y tranquilo. Ya era autor de una obra considerable y original.
Entonces, despacio, porque estoy prácticamente en el aire (no hay pasamanos), empiezo a subir. No apareció más en mis sueños.
Después a usted le ocurrió cerrar los ojos (como decía mi padre), sin que nadie esperase semejante cosa y me dejó huérfana de maestro. ¿Por qué, si usted era tres años menor que yo?
Quizá porque allá, en la casa del nacimiento, se dejó caer cuando quedó solo sin siquiera la vieja querida y entre cigarrillo y mate tal vez se preguntara ¿para qué más? Y esperó la muerte sin otra esperanza que la de sentirla llegar.
Dado que no tiene sentido decirle lo que no le dije antes de ese quince de abril nefasto, tampoco lo tiene continuar esta despedida. A veces, usted me visita en mi escritura.
Gracias, Maestro. Adiós, Maestro.


María Cecilia Mudanó


EL ESCRITOR Y LA SOLEDAD, por Jorge Quiroga



El sentimiento de su tiempo encarnado de alguna forma en ese aparente aislamiento, que sin embargo es con los años el que le otorga sentido. Su narrativa se va configurando casi sin transición, y no se puede separar de la soledad de su impulso, lo que lo lleva a instalarse en un lenguaje que es tanto extremo como terminal.
En verdad es el comienzo de un ejercicio de carácter espiritual, que de a poco se infiltra, hasta que se traslada a todo su ser, y ni siquiera es experiencia. Desencajado, empieza a dar vueltas y a ensayar los pasos obstinados de quien se sabe, dispone de ciertas palabras que dan forma a un diálogo en el que faltan algunas cosas para que sea inconcluso.
En algún reservado del Politeama (Corrientes y Paraná), ese joven habla interminablemente, en las mesas del fondo, misteriosamente gesticula a una mujer que lo mira absorta, mientras otros adolescentes observan esas imágenes sin poder reconstituirlas. Es posible que ellas se deformen en relación a la distancia que las abruma. Lo cierto es que Néstor Sánchez aparece en un momento en el que prevalecen otras formas en el imaginario literario.
Otro ausente, Haroldo de Campos, en la puerta de su casa, cuando nos despedíamos una de esas noches paulistas, conversando de pie, me preguntó si conocía a un escritor argentino: Néstor Sánchez, al que había visto fugazmente en un viaje a París.
El rostro de Haroldo, mostraba aún señales de extrañeza y duda ante tal encuentro. Lo recordaba como un hombre extraño y desesperado y sin rumbo preciso, parecía muy conturbado y fuera del mundo.
Creo que entonces le dije que en verdad la situación era como él la describía, y que Néstor Sánchez seguramente en ese tiempo la esta pasando mal espiritualmente.
No sé por qué me acuerdo que pensé, en ese momento, que Sánchez (aunque quizás no tuviera relación con el exilio de aquellos años), en su angustia y evidente desarraigo, sufría en carne propia una separación que sólo podía entender alguien que fuera argentino. Era como si estuviesen preguntando por otro desarraigado.
Las veces que lo vi, siempre fue como que si manifestase de diferentes maneras su profunda soledad.
Ella está volcada a una escritura muy personal que formaba parte de un riesgo y una búsqueda. Ya derruido, muy silencioso, una vez le pregunté por qué había tomado ese camino, y me contestó: “para ser un hombre mejor”.
En ello consistía su rara religiosidad, que hacía que lo entusiasmase, como si estuviese intuyendo allí, que estaba encerrado un secreto que no podía desoír. Quizás había llegado al límite o extremo de sus fuerzas activas y ya no le quedaba nada (por lo menos eso él creía en relación con la literatura), su cabeza no estaba vacía para pensar y escribir, se le había vuelto una soledad que no podía manejar, por eso se sentía desprendido de los afanes.
Cuando la literatura se torna insuficiente, ya no hay posibilidad de reconstruir una imagen y sólo parece que la inmovilidad es significativa.
Pensando sobre todo en la poética y narrativa de Néstor Sánchez, hablé de escritores desterrados y esto fue parte de un ciclo de lecturas. Empecé por Sánchez, Correas, Raschella y Ulla; decía entonces:
“Son escritores que construyen su propio espacio, configuran un imaginario que se descentra en forma constante, mantienen una inadecuación que hace que la narrativa se convierta en la diferencia que los aísla y los singulariza.
”Forman parte de la literatura argentina para instalar esa otra voz, sin la cual sus respectivas épocas de actuación quedarían mutiladas de sentido, y sin embargo fueron y son escrituras inesperadas que cargan su impulso, a veces experimental, a veces de rara controversia, otras desesperada y casi terminal.
”Se encuentran invadidas por obsesiones y marcadas de estilo reconocible, y repetidas, porque basan sus respectivas poéticas narrativas en la consolidación de prolongados silencios y en la configuración de obras que inventan y merodean zagas y temáticas, que inauguran zonas de expresión fisuradas y al borde de lo desintegrado.
”Desterrados, porque escribieron sus narrativas en la más absoluta soledad y en contra de la corriente, ocupan lugares atípicos, lo que los lleva a salir, con sus relatos y novelas, desde el encuentro y desencuentro tenaz con los verosímiles de su tiempo. Desterrados y con la angustia de vivir separados y en estado de conmoción, escribiendo en el centro de una crisis, por la cual ellos se crean a sí mismos.”

Cuando estábamos filmando La juntidad espeluznante (título extraído de la lectura de un fragmento de la novela de Sánchez El amhor, los orsinis y la muerte tal vez trasladado indebidamente), nos contactamos con Néstor para grabarle una entrevista. Sorprendentemente nos convocó a una pizzería, “La Santa María”, en el barrio de Chacarita; llegamos tarde y él ya estaba instalado en una mesa. El ruido de la zona, provocado por los coches y la multitud, era abrumador (colectivos, taxis, gente por todos los rincones, es decir un ambiente totalmente urbano, iba a rodear nuestro encuentro).
(Néstor Sánchez no podía sospechar que una de las personas que lo interrogaba era uno de los jóvenes que, invariablemente fascinado, lo miraba fijamente en el café Politeama, hoy desaparecido, cuando él desarrollaba un misterioso diálogo amoroso, en una mesa arrumbada, junto al ventanal que daba a la calle Paraná; seguramente nuestros gritos de nostalgia y de júbilo ni siquiera llegaban al alcance de sus oídos, tan enfrascado como estaría, hablando y hablando, en una conversación interminable con una mujer; en ese tiempo para nosotros era un hombre maduro.)
Con los codos en la mesa de fórmica de la pizzería de Chacarita, como decía, ya estaba aguardando Néstor, ya era un hombre derrumbado, una mueca triste le marcaba el rostro, una media sonrisa que parecía decir yo estoy aquí, a pesar de una inmensa desazón, le había ganado el cuerpo, y le había caído de golpe, sólo le quedaba una lucidez impensable a lo mejor después de todo lo que había quizás sufrido (en ese momento recordé la frase de Haroldo de Campos, y su vacilación ante alguien que le transmitía semejante desesperación, y aunque nadie puede explicar el destino de nadie, me di cuenta de que ese hombre que tenía enfrente estaba un poco fuera de lugar, y es posible que se sintiera despojado, como sabiendo que nunca iba a poder ser el de antes, y reflexioné que todo había sido inevitable).
Ese fácil referirse a silencios, cuando no conseguir, es una imposibilidad de lo que se ha vivido, esa figura secreta repetía un ritual blanco que se escapaba en la comisura-mueca de sus labios, y en toda su fisonomía.
Nos rodeaba con su cámara mi joven amigo Martín Carmona, que trataba de reproducir, en imágenes, los mínimos gestos de ese hombre ahora con una honda calma, pero que había atravesado tiempos de tormenta y de otras formas de tempestad, y justamente en ese momento se encontraba absolutamente separado del mundo. Sabía por comentarios que algunos amigos comunes lo visitaban, pero nunca me animé a hacerlo yo, por temor a mí mismo.
Su capacidad para escuchar y luego responder llamaba la atención, siempre enmarcada en largos suspensos, que no sé por qué me resultaron muy significativos. Su forma de hablar contundente y pastosa decía que las contestaciones habían sido muy meditadas.
Los afanes de Néstor Sánchez lo enfrentaron con su soledad, su obra de algún modo es ese deambular en la frontera, donde fue perdiendo hasta las posibilidades mismas, en un retraimiento que lo dejó exhausto y sin atenuantes.
Hay como dos imágenes que se superponen, un hombre joven, vital, misterioso pero desaforado, que frecuentaba las reuniones y desafiante, no soportaba el sentido común y la mediocridad, reaccionando imprevistamente cuando fuera necesario, en las fiestas de su tiempo, huyendo de Chile, abrumado por la adulación, un escritor que escribe una obra tan propia, como si en ello le fuera el destino.
La otra imagen es la de un hombre desolado, que mira tristemente sus manos, y que ha atravesado puentes y tormentas, en la necesidad de alcanzar una paz espiritual que le llega quizás tardíamente, que se sigue interrogando, ahora ganado por un silencio, un vacío que lo rodea.
Un hombre en apariencia sin futuro, o con falta de pasado, o ambos espacios ganados por la soledad más esencial, y de alguna manera insoportable, como se ha dicho de Kafka, la imposibilidad como proyecto.
La inexistencia de un rumbo preciso, después de que se ha entretejido un camino interior, una experiencia intransferible, que al fin de cuentas es una trama entrecortada.
Porque se refiere a una tarea mística, pero que se hace presente en la fragmentación de la fugaz iluminación, una tensión improvisada que rastrea en el pasaje en ruinas de una entrada imaginaria.
Néstor Sánchez, envuelto en su mito personal, llega a ese diario donde la vida es una fiesta y también una búsqueda. Las alusiones a su derrumbe, en el crispamiento (ese trabajo sobre sí mismo), que lo particulariza como individuo, y lo deshace en pedazos que nadie puede discernir.
Porque se manifiesta una rara cualidad, un aislamiento que ronda la fidelidad de la nostalgia, la decisión, que se sobreentiende, de llegar hasta las últimas consecuencias. Que lo conduce a la proliferación poemática, resonante en la multiplicidad, por lo que descubrirse a sí mismo es una muestra de rigor.
El avatar encierra un misterio, y la muerte es inevitable, son dos certezas que recorren, de diversas formas la mirada que se destruye, y Sánchez es un partícipe de ese juego.
El mundo mantiene una relación imposible con lo que sucede, y la única manera que encontró Sánchez es apostar a su encuentro. Vigilar lo que no se conoce, narrar aquello que tenemos, es decir, contar ese proceso, contraponiendo las resonancias. El entrar y salir lo habrá leído en Macedonio, y además la obstinación, y la eternidad de la muerte.
Cuando uno se reunía con Néstor Sánchez, vislumbraba que su conducta frágil escondía una bondadosa lejanía, que dejaba percibir que escuchaba con suma atención. El acompañamiento de la muerte lo arrojó a las acechanzas de la vida.
En la encrucijada de barrios multitudinarios, estaba separado del mundo (lo que recuerdo es su empecinada manera de sumergirse en la conversación, y al mismo tiempo la retirada hacia su soledad que estaba desde el comienzo).
En la hipotética charla con Sánchez, lo veo sortear escollos, piedras en el camino que va dejando, un hombre con una voluntad de hallar ese núcleo. Que lo justifica como escritor que crea sus propias huellas, que tal vez lo justifique, ya que el silencio de los últimos años sólo él puede pensarlo; otra vez como cuando yo recién llegaba desde lejos, puedo verlo como quien vive la literatura como un ejercicio espiritual, que viene de su historia personal, y que está ligado a un tiempo en el que la distancia significaba que recién comenzábamos a vivir.

“La obra es solitaria, y esto no significa que permanezca incomunicable, que le falte lector. Pero el que la lee participa de esa afirmación de la soledad de la obra, así como quien la escribe pertenece al riesgo de esa soledad” (Blanchot).
Esta afirmación se relaciona íntimamente con la tarea de Sánchez, que en su narrativa constituye tanto su escritura, pero también requiere un lector que lo siga.
Para él, la novela revierte un secreto que él mismo descubre, y que está redoblado en secuencias.
Si se habla de una lectura activa, la única posibilidad de leer a Sánchez es apostar a lo múltiple, construir un espacio donde pueda leerse esa fascinación.
Porque a partir de la repetición se accede al núcleo poemático, donde se esconde la ausencia y lo permanente. La proliferación a la que el escritor se entrega como recluyéndose en sí mismo.
Esta escritura por ráfagas, que implica una tremenda desprotección, porque encierra como un arribo, donde está expresado, en evidencia, un lenguaje terminal, implica la soledad y la búsqueda implacable, como rasgo que la particulariza.
Entrar en un riesgo fulminante, que puede llegar a ser aterrador por miedo existencial, es decir en una escritura obsesiva, intensa, y circular.
Enfrentar los límites, los bordes de una experiencia, es costoso. Toda la celebración está en la condición efímera de quien excluye y anula la ausencia de paisajes anegados y los restablece.
El yeso inconcebible del exilio lo amenaza, y la narrativa de Sánchez es la grieta que prepara, de forma irrisoria, la sucesión de años de furia y templanza, de profunda soledad.
Siempre que lo vi lo hice desde lejos, como si se tratase de medir una distancia, de construir su figura, que me resultaba imposible de reconstruir.
Toda escritura literaria implica soledad, la de Sánchez está cruzada por esas muestras de sentido, de humor velado, que debemos atravesar para llegar a su golpe, que es una especie de rumor, o de algo entrevisto. Por eso se basa en la repetición, lo que se reitera y evoca.
De forma cifrada, toda su experiencia está en su narrativa, no consigue escaparse de ese círculo que en última instancia lo destierra.
Años de soledad, de interrogarse y de cumplir ritos que lo exterminan, desgarramientos existenciales incurables, la imposibilidad de volver (la insistencia del tecleo en la máquina de escribir, donde quiere depositar el fraseo).
Es infinita esta riqueza abandonada, piensa en el desprendimiento, que más que en instantes, él los experimenta en secuencias narrativas. Desde el momento en que reinscribe su vida, la reinstala como lenguaje, de alguna forma polemizando con el tiempo en que le tocó actuar.
No puedo separarme de esas imágenes iniciales, Néstor Sánchez es un escritor cuyo recorrido tiene que ver con una voluntad de estilo, junto con la mezcla que le permitió tal vez conjurar su enigma concentrándose; continuará siendo un misterio, como cuando entablaba un diálogo amoroso, que, ahora lo sé, iba en esa dirección, y que lo convertiría en uno de nuestros autores más inquietantes.



Jorge Quiroga

TOQUES, por Carlos Riccardo



1

A Néstor Sánchez le gustaba trazar derroteros y convergencias, señalar encrucijadas y confluencias; rechazaba de plano la incidencia del azar; para él la vida, los hechos vividos, los encuentros y separaciones, los vínculos y las necesidades, se sucedían en un encadenamiento fatalista, se imbricaban por razones anteriores, aunque no en creencias ulteriores, desconocidas o improbables, donde no cabía la mera idea de la suerte sino la intuición oscura de la posibilidad del destino, pero de un destino que se iba haciendo en la derrota, en el sentido de línea que se traza al andar. Lástima, el otro significado vino a marcar al Néstor Sánchez que conocí. Había sido una especie irónica de héroe, había querido vivir trescientos años, había creído fervientemente en una tercera dentición y había terminado aquí, en la casa materna de Villa Urquiza, sin dientes, sin “épica”, en la más pura desolación.

Por ese gusto de los derroteros, establezco los acontecimientos previos: En un anaquel de la librería Viridiana (que quedaba en la galería del cine Arte), encontré un libro cuyo título me llamó la atención: Siberia Blues, en esa edición de Seix Barral con una fotografía en la tapa de una mano solitaria que toca el teclado de un piano. El nombre de la novela, el epígrafe de Charlie Parker, el estilo de la escritura, como un bebop barrial, el tema lumpen, la intención de jazz, produjeron en mí una adhesión inmediata por un autor que me enfrentaba antes que nada con mi propia ignorancia. ¿Quién era Néstor Sánchez? La cuestión fue que pocos se acordaban de él, no se sabía dónde estaba, algunos decían en Europa, otros habían creído que estaba muerto. Al olvido, se agregaba cierta desvalorización de su obra: Nosotros dos y El amhor los orsinis y la muerte se hallaban a veces en las librerías de saldo de Corrientes. Motivado por su obra, escribí un texto sobre las tres primeras novelas ­­–que transcurren en Buenos Aires– tratando de entrever el entramado urbano y musical que se iba desarrollando en ellas. Tiempo después, y gracias a Juan Jacobo Bajarlía, ese texto llegó a manos de Néstor Sánchez que había regresado al país.

2

Nos vimos por primera vez en el 87, en un bar de Diagonal Norte, enfrente de Viridiana, lugar que sería posteriormente el punto de encuentro más frecuente. Me impresionó la contextura amplia, cierto aire a boxeador, determinados rasgos de negritud en el rostro y en el alma. Tenía un entusiasmo moderado que en los dos o tres años siguientes se fue desmoronando. Preparaba un libro de relatos para Sudamericana (La condición efímera), a partir de las notas que había estado regularmente enviando a Buenos Aires. Él intentaba armar un grupo, el Grupo de los Diez, con una intención que excedía lo literario. Nos empezamos a ver seguido. Hablábamos de literatura, de poesía, íbamos a comer, tomábamos cerveza y ginebra. Una discusión sobre literatura podía llegar a violentarlo, pero la experiencia traumática con el Trabajo de Gurdjieff era su tema recurrente. Cuando le presenté el borrador de un libro que estaba preparando con mis experiencias con peyote, sintió que había algo predestinado en nuestro encuentro. Castaneda significaba para Néstor la contracara benéfica, la posibilidad perdida, ante la oscuridad emanada del Trabajo. La cercanía me mostró un hombre sufriente, sufrido, arrasado por unas pruebas a las que se había sometido en pos de un imposible, buscando aún respuestas a sus preguntas desesperadas. Me extrañaban a veces determinadas ausencias. Después supe que se debían a sus “toques”, y los “toques” terminaban por lo general en el Borda. En enero del 89 –el mes de los apagones planificados– se nos ocurrió grabar nuestros diálogos.
[1] No fueron más de tres encuentros en dos meses, con ese propósito. Una tarde Néstor llama por teléfono muy asustado y me dice que no puede continuar con las conversaciones porque le hacen daño, que hace ya varios días que tiene insomnio, que entra en disquisiciones mentales que lo aterran, que tiene miedo a que se produzcan nuevos toques.

3

Los “toques” eran fugas. Las más de las veces, un estado ambulatorio: se iba caminando y no volvía por varios días; otras, era un diálogo incesante e interno que se relacionaba con un mito personal que esos mismos toques le producían:

… si la vida fuese ejemplar y un largo plan de una tribu iluminada, para decir de algún modo, de una tribu de guerreros impecables, en una relación de doce mujeres y un hombre –perdamos de inmediato el prejuicio de la sexualidad– digamos que producen núcleos de trece. Si sucediera todo en la medida del perfeccionamiento y del bajar –el bajar, la humildización, la larga posibilidad de vivir, una ética profunda, amor real–, el drama de la muerte inexorablemente reaparecería con un interrogante que agrego que es: si digo que la vida puede durar ciento cincuenta mil millones de años, tal vez estaría condenado a saber en el amor real, en la ética profunda, en la belleza, en la relación con la naturaleza, de la necesariedad del sufrir, porque tendría que tener obligatoriamente un fin. Es el tema que me preocupa como resultado del toque columna vertebral mío. Tendría que tener un fin. El decurso daría el dolor. Es una revelación. El fin es necesario. Si el hombre pudiera considerarse –las palabras son terribles– eterno, o que vive siempre, para atemperar; si decimos inmortal... ahí ésa es la parte grave de mi experiencia. Sí, en ese sentido, si proviene, es conocimiento, acaso la revelación de ese elemento, ahora que lo palpo y lo palpo, podría tener... el hombre traicionaría. Si le es dado tres mil trillones de años de vida, si ni siquiera envejece, cada uno de los componentes de esa tribu para morir tiene que tomar una pastilla, o inyectarse, probablemente traicionaría.

Recuerdo que en un alto en las grabaciones, me refirió uno que padecía frecuentemente, y al que se refería como “la dicotomía esencial del toque niño”:

… ahora la necesidad de morir es tan grande que aparece la dicotomía simbólica: un niño, muy niño, atemorizadísimo, un niño en mí, y un criminal que tiene que matar al niño... se acurruca, no quiere morir, quiere durar mucho más...

4

Todavía lo imagino en las noches, despierto, encarnando en la relatividad absoluta del tiempo, murmurándose que la duración de la vida del hombre es inexistente, que es la inexistencia misma. Todavía le oigo decir que toda la vida en la tierra no es más que un ínfimo tejido vibracional que la recubre como un musgo, apenas un poco de carne pegada al hueso:

Establecer el absoluto y la manifestación de la materialidad produce una concomitancia con el sistema solar y el universo en general. Esa reducción que amplía el radio de la creación, desde el punto de vista del absoluto, a Tierra-Luna, una octava, donde la luna sería el si, y donde el segundo do falta; es notable ver en esa reducción que la vida orgánica en la Tierra no aparece y que la finalidad de existir es puramente material, vibracional. Es terrible.

Le escucho aún repetir que la materia tiene un plan, y que ese plan es únicamente dolor, que el espíritu tiene un plan y que ese plan es, efectivamente, más dolor. Voz poética de un desconsuelo, le escucho citar el Eclesiastés, y repetir lo de la vanidad y el esparcido viento: consuelo sin consuelo. Tal vez haya sido un Job agnóstico, desolado, escéptico y atormentado, sin la creencia necesaria para sostener la farsa de un personaje –en su caso habría sido el del escritor– en la vida. Algo fatal, un destino quizás, lo encaminó de una manera oscura a un estado obsesivo, sin cura y sin anestesias posibles, sin subterfugios, desesperado. No había podido sostener ningún rol, ningún papel en esta obra absurda que es la condición humana. Algo, una apuesta muy grande quizás, lo había tentado a un más allá de la escritura y su alma y su carnadura, fueron puestos en juego: la recompensa prometía la solución al problema siempre presente de la muerte, de Dios, del hombre. Verlo otra vez después de unos años de alejamiento mutuo fue sólo constatar esa suerte de desilusión infinita que había conseguido como única respuesta.

No puede haber gratuidad. Somos esclavos de esa grandeza (que es el universo), desprovisto de toda significación divina.

[1] El drama sin atenuantes, ése es el título, sugerido por Néstor mismo, para el texto de las desgrabaciones que aún permanece inédito, salvo unos fragmentos editados y publicados en la revista tsé-tsé nº 5, verano 98/99, también con ese nombre.


Carlos Riccardo
criccardo@fibertel.com.ar