MIETTES, por Norberto Guarnieri

Escribo, aunque tenga un sentimiento ambivalente, tal vez porque escribir sobre un hombre tan... no puedo definirlo definitivamente, sobre eso quiero manifestarme, sobre las sensaciones que Néstor Sánchez despertaba en mí: en su alumno, en su admirador y en su intrigado observador. ¿Cómo sacarlo de esa oscura sensación que lo envolvía?; sí, me hubiera encantado poder ayudarlo y les aseguro que lo pensé en muchas ocasiones, sobre todo cuando lo veía tan triste, no recuerdo haberlo visto verdaderamente alegre alguna vez, y creo que no exagero si les digo que no recuerdo una carcajada de Néstor, yo mismo trataba de hacerlo reír, creía que de esa forma lo ayudaba, ¡qué iluso!, no comprendía lo profundo de su sentir por la vida y por la muerte (“Se debe vivir de modo que se tenga, en el momento oportuno, la voluntad de morir”, Nietzsche). Creo que me apreciaba mucho y he logrado hacerlo sonreír en más de una ocasión (no, carcajadas no); corría con alguna ventaja ya que el taller era en su mayoría formado por mujeres; lejos de ser una observación machista, esto significa solamente que se sentía mas relajado en algunas charlas conmigo, puesto que con las mujeres era extremadamente respetuoso, en esa época al menos, espero que no lo haya sido siempre.
Néstor Sánchez era un gran erudito, siempre hablaba con gran seguridad, la del que ya lo vivió, le gustaban mucho las miettes (“Morirse es un drama sin atenuantes”, N. S.); pequeñas frases o trozos de poemas que sorprendían al oyente por su justeza y por lo conciso del mensaje. Él vivía de miettes, un pedazo de pan y otro de queso un vasito de vino y charlamos un poco: “Un trabajito, por favor, un trabajo, Norberto”. Me pidió que le consiguiera un trabajo varias veces y yo le decía: “Néstor, ¡qué trabajo te puedo conseguir yo a vos!; el trabajo que vos te mereces no puedo conseguírtelo yo”. Así eran los diálogos extraliterarios, que hacían pensar en un país para “piolas y avivados” en el peor sentido; en esa segunda década infame de los noventa, una persona tan valiosa como Néstor Sánchez no tenía lugar en ningún puesto acorde con su capacidad cultural y humana, tenía que tratar de vivir dando algún taller o dando clases de algún idioma, o no sé cómo, les juro que me jodía poderosamente y me sentía incapaz de solución alguna.
Quizás tenga que hablar del taller literario, más que de mi impresión sobre Néstor como hombre integral, pero quizá sólo de esa manera podríamos entender a un hombre como él, que llegó a ser un gran escritor sólo después de ser persona y, como a toda persona, le pasaban cosas, y a Néstor vaya si le pasaban. Nosotros, y ahora hablo de los compañeros del taller, sabíamos algunas, pero seguramente eran las menos; lo cierto es que su falta de alegría me obsesionaba, no podía entender cómo un hombre como él, que había logrado lo que yo ambicioné tanto tiempo, lo que yo creí que sería la felicidad y la cima para cualquier aspirante a escritor, no podía ser feliz. ¿Será que la felicidad completa es una ficción?, ¿será que la realidad supera la ficción?; lo cierto es que Néstor hizo que (me) replanteara mi vida de escritor, seudo escritor, aspirante, o de intelectual, seudo intelectual, aspirante; fue una persona muy importante en mi vida por acción o por omisión, ya que aprendí muchas cosas que él nos marcaba, quizá sutilmente con algún breve comentario, siempre cuidadoso de no lastimar; creo que Néstor era incapaz de lastimar a nadie, me impresionaban muchísimo sus silencios, me gritaban montones de cosas que yo quería rebatir y no sé por qué siempre lo hice, en estos casos, desde el silencio o la cobardía del no decirle lo que pensaba totalmente; creo que fue por el respeto que siempre le tuve que temí lastimarlo, justamente a él que era el que menos se lo merecía (hay un poema mío que habla de este tema y que le dediqué). Siempre es grato recordar aquellas horas en que, entre silencio y silencio, nos recomendaba que leyéramos El oficio de poeta de Pavese o el Eclesiastés del libro sangrado, el penúltimo capítulo del Ulises o el Giacomo de Joyce, Hechos memorables de René Daumal, el “Kaddish” de Allen Ginsberg o a Eliot y algunos más que luego seguiré enumerando. Sus comentarios eran muy escuetos y había que saber tomar rápidamente lo que decía e interpretarlo, casi siempre unido al silencio como significativo comentario que, cuando le gustaba bastante lo que habíamos leído, podía ser: “muy bien, está muy bien eso”; o aquello de la puntuación, siempre recuerdo la coma, el punto y coma; ¡ah!, los dos puntos: nunca había escuchado hablar de la puntuación de esa manera, me sorprendió gratamente y me hizo prestarle mucha más atención, recuerdo su apasionamiento por la puntuación como algo muy importante en su estructura de enseñanza. Nos recalcaba siempre el cuaderno de notas y la lista de palabras (a la que yo llamaba palabras listas) como algo fundamental para cualquier aspirante a escritor, insistía con que la materia prima de un escritor es la palabra, entonces cada uno debía forjar su propio tesoro con frases y palabras que en algún momento iba a utilizar; él tiraba sus miettes y los concurrentes debíamos pescar sus comentarios fugaces, parecía un oráculo, lo respetábamos mucho y aprendimos a quererlo, desde los sutiles sentimientos que genera el que enseña sin alardes, desde la sapiencia natural del que sabe sin aspavientos, sin necesitar nada, nada.
Alguna vez me pregunté si eso que hacíamos (Silvia, Cecilia, Mónica, Patricia y yo) era en verdad un taller literario y creo que no; que no era un taller convencional, era más bien una reunión de gente que quería escribir con un hombre con mucha experiencia literaria, pero a la vez muy particular, y en principio nosotros esperábamos una devolución más acorde con un profesor y lo que teníamos eran pequeñas impresiones que con el tiempo aprendimos a decodificar y a utilizar de alguna manera haciendo nuestra propia experiencia. Nos guiaba en muchas lecturas: El halcón Maltés de Hammett; El oro de Blaise Cendrars; El ángel subterráneo de Jack Kerouac; Luz de Agosto y Las palmeras salvajes de Faulkner; El gato y el ratón de Gunter Grass, pero especialmente la editada por Joaquín Mortiz; así era él, un perfeccionista en esas cosas de la literatura y no así en otras, a las que el común de la gente les da muchísima importancia. En los últimos años que lo vi regularmente, a principios de los noventa, ya le interesaban pocas cosas, o por lo menos eso era lo que trasmitía, se relacionaba con muy pocas personas y muy pocas cosas; recuerdo cuando me dijo: “ya no sé qué leer, me quedan tan pocas cosas que me interesen verdaderamente, que no sé qué leer”. Comentario grave, gravedad que, como un estigma, venía grabado en su nombre y apellido.

Espero haber sido lo más fiel posible con mis recuerdos y anotaciones de aquella época, y también espero no haber traicionado el recuerdo siempre cariñoso de Néstor Sánchez. Termino con dos miettes que él nos dictó de Cesare Pavese: “La inquieta angustiada, que sonríe sola” y “Esa muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”.


Norberto Guarnieri

nguarnieri@hotmail.com

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