TOQUES, por Carlos Riccardo



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A Néstor Sánchez le gustaba trazar derroteros y convergencias, señalar encrucijadas y confluencias; rechazaba de plano la incidencia del azar; para él la vida, los hechos vividos, los encuentros y separaciones, los vínculos y las necesidades, se sucedían en un encadenamiento fatalista, se imbricaban por razones anteriores, aunque no en creencias ulteriores, desconocidas o improbables, donde no cabía la mera idea de la suerte sino la intuición oscura de la posibilidad del destino, pero de un destino que se iba haciendo en la derrota, en el sentido de línea que se traza al andar. Lástima, el otro significado vino a marcar al Néstor Sánchez que conocí. Había sido una especie irónica de héroe, había querido vivir trescientos años, había creído fervientemente en una tercera dentición y había terminado aquí, en la casa materna de Villa Urquiza, sin dientes, sin “épica”, en la más pura desolación.

Por ese gusto de los derroteros, establezco los acontecimientos previos: En un anaquel de la librería Viridiana (que quedaba en la galería del cine Arte), encontré un libro cuyo título me llamó la atención: Siberia Blues, en esa edición de Seix Barral con una fotografía en la tapa de una mano solitaria que toca el teclado de un piano. El nombre de la novela, el epígrafe de Charlie Parker, el estilo de la escritura, como un bebop barrial, el tema lumpen, la intención de jazz, produjeron en mí una adhesión inmediata por un autor que me enfrentaba antes que nada con mi propia ignorancia. ¿Quién era Néstor Sánchez? La cuestión fue que pocos se acordaban de él, no se sabía dónde estaba, algunos decían en Europa, otros habían creído que estaba muerto. Al olvido, se agregaba cierta desvalorización de su obra: Nosotros dos y El amhor los orsinis y la muerte se hallaban a veces en las librerías de saldo de Corrientes. Motivado por su obra, escribí un texto sobre las tres primeras novelas ­­–que transcurren en Buenos Aires– tratando de entrever el entramado urbano y musical que se iba desarrollando en ellas. Tiempo después, y gracias a Juan Jacobo Bajarlía, ese texto llegó a manos de Néstor Sánchez que había regresado al país.

2

Nos vimos por primera vez en el 87, en un bar de Diagonal Norte, enfrente de Viridiana, lugar que sería posteriormente el punto de encuentro más frecuente. Me impresionó la contextura amplia, cierto aire a boxeador, determinados rasgos de negritud en el rostro y en el alma. Tenía un entusiasmo moderado que en los dos o tres años siguientes se fue desmoronando. Preparaba un libro de relatos para Sudamericana (La condición efímera), a partir de las notas que había estado regularmente enviando a Buenos Aires. Él intentaba armar un grupo, el Grupo de los Diez, con una intención que excedía lo literario. Nos empezamos a ver seguido. Hablábamos de literatura, de poesía, íbamos a comer, tomábamos cerveza y ginebra. Una discusión sobre literatura podía llegar a violentarlo, pero la experiencia traumática con el Trabajo de Gurdjieff era su tema recurrente. Cuando le presenté el borrador de un libro que estaba preparando con mis experiencias con peyote, sintió que había algo predestinado en nuestro encuentro. Castaneda significaba para Néstor la contracara benéfica, la posibilidad perdida, ante la oscuridad emanada del Trabajo. La cercanía me mostró un hombre sufriente, sufrido, arrasado por unas pruebas a las que se había sometido en pos de un imposible, buscando aún respuestas a sus preguntas desesperadas. Me extrañaban a veces determinadas ausencias. Después supe que se debían a sus “toques”, y los “toques” terminaban por lo general en el Borda. En enero del 89 –el mes de los apagones planificados– se nos ocurrió grabar nuestros diálogos.
[1] No fueron más de tres encuentros en dos meses, con ese propósito. Una tarde Néstor llama por teléfono muy asustado y me dice que no puede continuar con las conversaciones porque le hacen daño, que hace ya varios días que tiene insomnio, que entra en disquisiciones mentales que lo aterran, que tiene miedo a que se produzcan nuevos toques.

3

Los “toques” eran fugas. Las más de las veces, un estado ambulatorio: se iba caminando y no volvía por varios días; otras, era un diálogo incesante e interno que se relacionaba con un mito personal que esos mismos toques le producían:

… si la vida fuese ejemplar y un largo plan de una tribu iluminada, para decir de algún modo, de una tribu de guerreros impecables, en una relación de doce mujeres y un hombre –perdamos de inmediato el prejuicio de la sexualidad– digamos que producen núcleos de trece. Si sucediera todo en la medida del perfeccionamiento y del bajar –el bajar, la humildización, la larga posibilidad de vivir, una ética profunda, amor real–, el drama de la muerte inexorablemente reaparecería con un interrogante que agrego que es: si digo que la vida puede durar ciento cincuenta mil millones de años, tal vez estaría condenado a saber en el amor real, en la ética profunda, en la belleza, en la relación con la naturaleza, de la necesariedad del sufrir, porque tendría que tener obligatoriamente un fin. Es el tema que me preocupa como resultado del toque columna vertebral mío. Tendría que tener un fin. El decurso daría el dolor. Es una revelación. El fin es necesario. Si el hombre pudiera considerarse –las palabras son terribles– eterno, o que vive siempre, para atemperar; si decimos inmortal... ahí ésa es la parte grave de mi experiencia. Sí, en ese sentido, si proviene, es conocimiento, acaso la revelación de ese elemento, ahora que lo palpo y lo palpo, podría tener... el hombre traicionaría. Si le es dado tres mil trillones de años de vida, si ni siquiera envejece, cada uno de los componentes de esa tribu para morir tiene que tomar una pastilla, o inyectarse, probablemente traicionaría.

Recuerdo que en un alto en las grabaciones, me refirió uno que padecía frecuentemente, y al que se refería como “la dicotomía esencial del toque niño”:

… ahora la necesidad de morir es tan grande que aparece la dicotomía simbólica: un niño, muy niño, atemorizadísimo, un niño en mí, y un criminal que tiene que matar al niño... se acurruca, no quiere morir, quiere durar mucho más...

4

Todavía lo imagino en las noches, despierto, encarnando en la relatividad absoluta del tiempo, murmurándose que la duración de la vida del hombre es inexistente, que es la inexistencia misma. Todavía le oigo decir que toda la vida en la tierra no es más que un ínfimo tejido vibracional que la recubre como un musgo, apenas un poco de carne pegada al hueso:

Establecer el absoluto y la manifestación de la materialidad produce una concomitancia con el sistema solar y el universo en general. Esa reducción que amplía el radio de la creación, desde el punto de vista del absoluto, a Tierra-Luna, una octava, donde la luna sería el si, y donde el segundo do falta; es notable ver en esa reducción que la vida orgánica en la Tierra no aparece y que la finalidad de existir es puramente material, vibracional. Es terrible.

Le escucho aún repetir que la materia tiene un plan, y que ese plan es únicamente dolor, que el espíritu tiene un plan y que ese plan es, efectivamente, más dolor. Voz poética de un desconsuelo, le escucho citar el Eclesiastés, y repetir lo de la vanidad y el esparcido viento: consuelo sin consuelo. Tal vez haya sido un Job agnóstico, desolado, escéptico y atormentado, sin la creencia necesaria para sostener la farsa de un personaje –en su caso habría sido el del escritor– en la vida. Algo fatal, un destino quizás, lo encaminó de una manera oscura a un estado obsesivo, sin cura y sin anestesias posibles, sin subterfugios, desesperado. No había podido sostener ningún rol, ningún papel en esta obra absurda que es la condición humana. Algo, una apuesta muy grande quizás, lo había tentado a un más allá de la escritura y su alma y su carnadura, fueron puestos en juego: la recompensa prometía la solución al problema siempre presente de la muerte, de Dios, del hombre. Verlo otra vez después de unos años de alejamiento mutuo fue sólo constatar esa suerte de desilusión infinita que había conseguido como única respuesta.

No puede haber gratuidad. Somos esclavos de esa grandeza (que es el universo), desprovisto de toda significación divina.

[1] El drama sin atenuantes, ése es el título, sugerido por Néstor mismo, para el texto de las desgrabaciones que aún permanece inédito, salvo unos fragmentos editados y publicados en la revista tsé-tsé nº 5, verano 98/99, también con ese nombre.


Carlos Riccardo
criccardo@fibertel.com.ar

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